Oficio puro, Víctor Valera Mora


Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor
En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor
Cómo ve el rostro de los demás y los demás cómo ven el rostro de ella
De qué color es la piel de una mujer que recién ha hecho el amor
De qué modo se sienta una mujer que recién ha hecho el amor
Saludará a sus amistades
Pensará que en otros países está nevando
Encenderá y consumirá un cigarrillo
Desnuda en el baño dará vuelta
a la llave del agua fría o del agua caliente
Dará vuelta a las dos a la vez
Cómo se arrodilla una mujer que recién ha hecho el amor
Soñará que la felicidad es un viaje por barco
Regresará a la niñez o más allá de la niñez
Cruzará ríos montañas llanuras noches domésticas

Dormirá con el sol sobre los ojos
Amanecerá triste alegre vertiginosa
Bello cuerpo de mujer
que no fue dócil ni amable ni sabio




En obras completas,Fondo editorial Fundarte,2002

Continuidad de los Parques, Julio Cortazar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.



En Final de juego, 1956.

Payback, Lucas García




32 MINUTOS EN LA TRANCA. Vehículos que se apilan en una línea infinita hacia adelante y hacia atrás. El taxista pone Luis Miguel. Una ranchera engolada. Enciende un cigarrillo. Comienza a hablar.
“me despertó el sonido del bombazo. Tres de la mañana. El vecino, borracho hasta las metras. Yo tenía un Fairline 500 en aquella época. Rojo, con unas franjas blancas a los lados, igualito al de Starsky y Hutch. El tipo llegó con su pedazo de Impala y le reventó el parachoques. Al Impala no le pasó nada. Bajé a resolver el asunto. Te podrás imaginar. Tres de la mañana, en calzoncillos, resolviendo un choque. Tremenda película. El tipo no podía ni pararse. Olía a ron a cuatro metros. En el asiento de atrás le vi par de botellas de Cacique, un poco de vasos de plástico. Eso sí, el tipo se portó como un caballero. Estaba hasta el culo pero se las sabía todas. Me trato de usted. Pidió disculpas. Dijo que había calculado mal la curva. Que él se hacía cargo. Que tenía un primo o algo así que era un portento en latonería. Me dio su teléfono. Quedamos en llevar el carro al taller la mañana siguiente.
“Allí empezó el guabineo. A la mañana siguiente no me contestó. El Impala no estaba. Fui a su casa, hablé con su mujer, una morena bajita que estudiaba peluquería. Parecía un hámster con tetas. Dijo que su marido estaba trabajando pero que iba a cuadrar el asunto. Empecé a ponerme nervioso. Toda la semana fue el mismo cuento. Intentaba precisarlo y se me desaparecía. La mujer con esa cara de roedor diciéndome todo el tiempo que “salió a trabajar temprano pero le está cuadrando el asunto”. Por aquí…
“Entonces lo pillé el viernes. Me quede despierto toda la noche esperando a que llegara. A las doce en punto se aprecio. Rascadísimo. Con dos panas. Unos tipos con pinta de maracuchos, aindiados, con las camisas abotonadas hasta el cuello. Una mierda presidiaria de bola. Los intercepté  entrando a la casa. Llevaban una cava de anime de las grandes. Estaba abierta y se veía un poco de hielo y mazingers de anís. Me dio como un escalofrío en la espalda. Esa vaina es para volverse loco, papá, soltar coñazos. Cuando me vio sacó el pecho. Cero caballerosidad. Cero. Estaba sobradísimo. No me dejó ni empezar. Dijo que me olvidara del choque. Que había sido mi culpa, que el Fairline estaba “mal aparcado,”. Así mismo dijo: “mal aparcado” ¿no te jode? Los maracuchos lo apoyaban. Tenían los brazos llenos de tatuajes y caracas de recién salidos ¿sabes? Pabellón de asesinos y violadores, the guajira mafia, papá. Puse mi mejor cara de pendejo. Metí el rabo entre las piernas. Me aleje mientras me ofrecían unas manos. Me amenazó a gritos con romperme los vidrios ¿ah? Rojo. Bañando de saliva a los maracuchos. Alto psicópata. Alto psicópata.
“Me hice el loco tres meses. Yo soy fan de El Padrino  ¿tú sabes? Marlon Brando, Pacino. Los Corleone, pana. Esos tipos saben su vaina. El viejo decía que la venganza es un plato que se sirve frio. No hablaba de la pasta chuta, jaja, hablaba de la paciencia. De hacer las vainas pensadas y al rato, para que crean que se te olvidó y los pilles con los pantalones abajo. Yo me aprendí mi venganza Corleone al pelo. Al pelo. A los tres meses fueron vacaciones. Me puse a decir por ahí que me iba para la playa, a pasar el rato a casa de mi mamá. Se lo dije al del abasto, al de la panadería. Al tipo de las birras. Todos. El fin de semana metí a la propia y a los chamos en el carro, con unas toallas y un poco de muñecos inflables. Nos fuimos a casa de mi vieja en Higuerote. En la noche esperé a que diera la una y me fui.
“llegué a una bomba. Le di unos billetes al encargado y me dio unos litros de gasolina. Se supone que no te dejan comprarla sino es para el tanque, pero tú sabes cómo es la vaina, por la plata baila el mono.
“Luego me fui para la calle. Todos dormían. El Impala esta aparado frente a la casa del tipo. Me deslicé con el pote de gasolina. Entre las sombras. Tranquilo y silencioso como Bruce Lee. Regué la gasolina sobre el capó. Sobre el techo, las ruedas, las puertas. Luego le prendí fuego. Salí corriendo. Me monté en el carro y solo me volteé una vez. El Impala ardía por todos lados. La calle estaba toda de anaranjado y amarillo. Era glorioso. Parecía una película de Chuck Norris…
“Pasé el fin de semana en la playa. Comí pescado, me bebí unas frías frente al mar, raquetica de goma con los chamos. . Tú sabes, el clásico. Nos volvimos el lunes en la tarde. El Impala se había quemado completo. Cauchos derretidos, vidrios explotados. Lo que quedaba estaba en el medio de una enorme mancha negra, papá. Parecía el hueco que queda después de que se estrella un meteorito, vale. Me contaron que alguien llamó a los bomberos. Llegaron al rato. El fuego estaba muy avanzado. Sólo se aseguraron de que no se extendiera. El tipo salió medio dormido, enratonadísimo. Se puso a gritar. Histérico de bolas, sin camisa. Quiso caerse a golpes con los bomberos. Lanzó unos tobos de agua que no hicieron mierda. El Impala quedó  pérdida total.
“La policía ni me llamó. El tipo ni siquiera sospechó de mí. Perdió la chaveta, se le fueron las metras. También era taxista. Se ganaba la vida con el carro pero ni siquiera lo tenía asegurado. El propio balurdo. La mujer lo botó para el carajo. Se lo calaba borracho y con plata pero limpio y sin carro ni de vaina. No volví a saber de él. Bueno, no, mentira, creo que una vez lo vi en la autopista. De buhonero. Vendía unas toallitas para el carro ¿sabes? De las amarillas…
El taxista enciende otro cigarro. Contempla el tráfico inmóvil a través de la punta incinerada. Sonríe. Recuerda las formas del fuego. El Impala ardiendo en medio de la noche.








En Payback, Ediciones Puntocero, 2009 

Ya no sería lo mismo, de Francisco Massiani.

Para Baica Dávalos



-Aquí jugué yo cuando estaba chiquito -dijo el hombre. Cuando teníamos como siete años.
-Te gustaba mucho?
-Sí. Muchísimo. No hubo otra cosa en mi vida hasta que apareció el amor.
-Qué amor?
-Hasta que apareció eso que llaman enamorarse y amar y dejar de enamorarse y dejar de amar y así.
-Lo que hacemos tú y yo? -preguntó la mujer, divertida.
El hombre por primera vez, desde que habían dejado la fiesta, había sonreído. Había sonreído al decir amor y ella, confiada, lo imitaba. Pero el hombre no respondió a la pregunta. El hombre miraba fijamente a uno de los arcos.
-Qué te pasa? Estás triste?
-No, no estoy triste.
-Estás tristísimo.
-No, no lo estoy.
-Hablas del fútbol... no sé... Por qué no sigues jugando?
-No puedo, ya no. Claro que puedo, ves? Pero no es lo mismo. Las piernas, me entiendes? No me dan, no soy el mismo.
-Pero tienes otras cosas, no?
-No, claro que tengo otras cosas. Pero, claro que sí. No es eso. Sólo quería traerte, tenías ganas de ver un campo de fútbol.
-Tú jugabas muy bien?
-Jugaba adelante -dijo él. Jugaba de centro delantero o de ínter.
-De qué?
-Adelante. Jugaba con la gente que se encarga de meter goles. No hay nada más maravilloso que meter un gol.
-Y yo?
-No hay nada, te juro que no hay nada más maravilloso que eso. Lo único parecido es un gran amor o el momento en que el amor une al hombre y a la mujer en una mirada repleta de todo el amor que no pudieron dar durante muchos años. Es lo único.
-Qué es un gol? Quiero decir, cómo se mete un gol? -ahora la mujer no sonreía.
-Un gol?
El hombre pareció sentirse por primera vez confiado a la mujer y por primera vez pareció mirarla y no hablarle por responderle o por hacerla sentir que la recordaba. Ahora el hombre la miró a los ojos y entusiasmado le respondió que un gol era adivinar a una mujer en una multitud, adivinarla como una vieja amante sin haberla conocido todavía, saber que ya la amaba sin haberle preguntado el nombre ni nada. O era más, depende, o era nada, como el último gol de un equipo que fuera derrotado a pesar del último gol, del gran esfuerzo, derrotado injustamente por el árbitro o porque simplemente lo derrotaron porque la pelota se empeñó en pegar en el travesaño como a veces las palabras se empeñan en traicionar el buen deseo de llegar a esa mujer que adivinas en una fiesta, o cuando algún maricón que nunca falta se encarga de calumniarte por envidia antes de que tú entres en la mujer y ella te reciba con el agradecimiento viejo y maduro de haberte esperado toda una vida.
-Hablas lindo -dijo ella.
-No, no hablo lindo ni nada. En realidad -dijo el hombre- un gol se mete por suerte, por pura suerte como casi todo en la vida. Claro que hay que dar todo lo que tienes de bueno sin reservas para que la suerte sea para ti y no para otro jugador mejor y que haya dado más que tú porque entonces seguramente la suerte irá a sus pies y no a los tuyos y no habrá gol ni habrá otra oportunidad igual, sino distinta, o no la habrá simplemente. Pero basta que tú no entregues todas tus ganas, basta que te quedes con un poco de duda o de temor, basta que te reserves un poco de la energía que considera que no debes gastar del todo, para que ese gol no se dé, para que algo que parecía imposible ocurra: la pelota pega apenas en el palo de arriba o el arquero la para con el dedo gordo del pie o algún defensa andaba buscando una piedrita dentro del arco y el balón se estrelló en su nuca.
Ella se rió. El también lo hizo.
-Cuando hablaste de una sola oportunidad...
-Hablé del fútbol, sí, de una sola jugada. Sabes que se puede aprender muchísimo en el fútbol, no?
-Sí, supongo -dijo ella, y bajó la cabeza.
-En serio, se puede aprender muchísimo. Incluso mirándolo, pero sobre todo jugándolo. Yo aprendí a saber quiénes eran los acusetas y los falsos y los mentirosos y los bondadosos.
-Yo no he jugado contigo al fútbol -dijo ella.
-Te decía que en el fútbol se aprende mucho más de lo que te imaginas. El solo hecho de tú arriesgarlo todo por el solo propósito de meter una pelota en un arco... Comprendes? Hoy hasta una conversación tiene un precio, hasta un abrazo.
-No será tarde? -preguntó la mujer.
-Cómo?
-Me pregunto qué hora será -dijo ella. Salimos hace dos horas.
-No aguantaba más -dijo él. Perdona, pero es verdad. Además, no te parece lindo? Fíjate en esas nubes rojas y el azul oscuro y casi se ven ya las estrellas y todos los árboles rodeándonos y el campo quietecito, tranquilito, no es lindo? La mujer abrió el bolso que traía y sacó un cepillo de pelo. Se peinaba sacudiendo la cabeza que echaba hacia atrás, de cara al cielo.
-Te pregunto si te gustaba -dijo él.
Se incorporó, pero volvió a sentarse junto a ella. Había menos luz porque el día se iba y había un aire color rosa en todas partes. La mujer buscó la mano del hombre y éste la apartó y la enterró en el césped y después la apretó y la golpeó contra su muslo derecho.
-Perdona -dijo- pero es que me acuerdo de tantas cosas, ves? De aquella vez que el Pepe García, o que el "Gordo" Peralta se durmió o la vez que le di golpes hasta hacer sangrar a un pobre muchacho porque había perdido la única oportunidad de hacer gol y así empatar, entiendes? Y lo que tenía era un dedo reventado, un dedo hecho pura carne cruda y no pudo chutear y no dijo nada. Nada. Absolutamente nada. Me entiendes? No había un mejor amigo" como el Pepe García o Carlos Alberto Pizarro o el mismo "Gordo durmiéndose porque le daba la gana y ahí nomás se dormía el desgraciado.
-Aquí mismo?
-No, aquí no, pero es lo mismo. Aunque no es lo mismo. La verdad es que no es lo mismo. Fue en Chile. Ahí aprendí...
-En dónde?
-Ahí aprendí muchísimo.
-Más que todo lo que aprendiste después. Es eso lo que quieres decir, no?
El calló.
-No entiendes nada -dijo.
-Fuiste tú quien quiso traerme aquí -dijo ella. No tengo la culpa.
-Quería venir acá -dijo él. Me parecía una estupidez.
-Te parecía una estupidez mi gente, no? Mi familia, no?
-No. No era eso. Me entristeció el bautizo. Siempre me entristecen. Traer un pobre nené moqueando al mundo...
-Mi pobre hermano. Si oyera tu pesimismo...
-No soy pesimista. No soy nada. Déjame ver el campo en paz, carajo. Pero, no ves que es una maravilla? No ves que es realmente una maravilla?
Se incorporó y de pie señaló con la mirada la maravilla del campo que los rodeaba.
-Es una maravilla -insistió. Es realmente una maravilla.
-Me están picando las hormigas -dijo la mujer.
-Cuando estaba chiquito me gustaba tocar los postes de los arcos antes de que comenzara el juego. Así sentía que podía meter un gol. Por lo menos uno.
-Por qué no nos vamos? -preguntó ella. Ni siquiera me explicaste cómo se metía un gol -dijo con amargura. Además, no me interesa mucho, perdona, y papá nos debe esperar, no le gustará saber que dejé la casa en pleno bautizo de mi hermanito.
-No. Todavía no nos vamos.
-No seas tonto; por favor, vámonos.
-No nos vamos todavía, Kica.
-Entonces me voy yo.
-Vete tú. Yo me quedo -dijo él. Te juro que me quedo.
-No entiendes que no podíamos hacerlo en casa? No entiendes que no podíamos hacerlo en ninguna parte? Qué culpa tengo? Aquí tampoco podemos hacerlo, no? Estás bravo por eso, no?
-No hables más, en serio, no hables más. No es nada de eso. Vete tú. Yo me quedo. Quiero quedarme solo. Me siento bien, no estoy bravo con nadie; puedes irte, palabra.
Ella lo dejó.
El hombre, que aún no era un hombre de veinticinco años, vio a la mujer, que sí era una mujer a pesar de tener sólo veintiuno, alejarse hacia la puerta del campo de fútbol. La vio abrir la gran puerta de hierro y salir, y también la vio entrar en el auto y partir; y hasta que no la sintió del todo fuera de aquel lugar, sólo al escuchar que el motor desaparecía de allí, no volvió a dirigir la mirada hacia la cancha. Caminó hasta el centro, el círculo blanco, y allí se sentó. "Tocarían el pito", se dijo. "Tocarían el pito y yo se la pasaría al Pepe, y el Pepe correría con el balón y se la pasaría a Hermosilla y meteríamos el primer gol. Seguro que sí. Dios mío, por qué habré golpeado a aquel muchacho?, por qué no me dijo nunca que tenía el dedo destrozado?"
Comprendió que había sido el grito de guardián lo que lo había asustado. El hombre, en traje kaki, le gritaba desde la puerta. Le gritaba que saliera de ahí, que debía cerrar la puerta, que debía cerrar, que era muy tarde.



En un regalo para Julia y otros relatos, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2004