Tenían toda la mañana
discutiendo y oliendo pega, cuando entró una cucaracha volando por la ventana.
Se paró en el quicio de aluminio y caminó con su miedo característico hacia la
superficie rugosa de la pared. Hacía un calor maldito. Eloy miró las antenas
del edificio de enfrente y esquivó el vuelo rasante del insecto que se lanzaba
en barrena. Luego escuchó su aterrizar o su estrellarse. Pero estaba frenético
oliendo pega. A cada aspirada, los ojos le bailaban sin rumbo en las órbitas y
se le organizaba una dulzona mueca de imbécil en el rostro.
Un tipo bailaba solo sin
camisa en el edificio de enfrente y una nube de tetraetilo de plomo acariciaba el mejor pezón del Ávila.
Abajo, los mortales hacían largas colas del transporte colectivo, donde la vida
les cobra sus deudas con penas corporales. Si no hubiese estado en Caracas
juraría que vivía en un paisaje radiactivo. Pero estaba en Caracas, donde sus
días pasaban iguales viendo caer basura por los bajantes rotos.
A veces salía al desolado
balcón y su vista trepaba hacía las nubes, en espera de salir de aquella vida.
Lo único que lograba era añadirle días, áridos e interminables días a esa misma
vida.
—Suenan como papel, ¿verdad?
—dijo Eloy.
— ¿Cómo? —dijo Elsy que
estaba concentrada en su lata de pega.
— ¿No viste el ratón que
entró volando por la ventana?
—Sí—dijo primero.
—No —dijo después— .¿Era un
ratón? ¿No era una cucaracha?
—Era un ratón. Me pasó
zumbando por la oreja. ¿No lo viste?
—Me pareció verlo. ¿Pero era
un ratón?
— ¿No?— preguntó Eloy
aspirando hasta el límite de su capacidad pulmonar—. Si no era un ratón era un
Hercules C-130.
Con el torax lleno alzó la
vista y buscó el cielo. Otra vez el cielo. El que cada tanto se le refractaba conminándolo
a ver hacia dentro, hacia sí mismo. Y Eloy lo había intentado. Mira que lo
había intentado. Pero adentro no había nada. O ya no había nada.
— No lo sé… —dijo ella con
voz mareada—. Parecía una cucaracha. Una cucaracha gigante.
—Pero era tan grande, tan
vertebrada…
— Claro. Pero los ratones no
vuelan.
Les ardía la ropa. El
poliéster. EL calor era insoportable. Además no tenían cortinas y el sol
entraba rabioso por la ventana.
—a menos que fuera un murciélago.
— ¿Dónde se metió?
— No sé—dijo él moviendo la
cabeza hacia los lados.
—Busca.
—Qué.
—El ratón, el murciélago, lo
que sea.
— ¿Yo?
— Claro, tú ¿quién más?
—Para qué.
—Para ver qué era. ¿Para qué
más? Trae…
—Qué.
—La lata, la pega, trae.
En Solo quiero que
amanezca, 2006
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