Fue la batalla más larga de cuantas se pelearon en Tuscatlán o en cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la medianoche, cuando las primeras granadas cayeron sobre la loma, y duró toda la noche y hasta la tarde del día siguiente. Los militares decían que Cinquera era inexpugnable. Cuatro veces la habían asaltado los guerrilleros, y cuatro veces habían fracasado. La quinta vez, cuando se alzó la bandera blanca en el mástil de la comandancia, los tiros al aire empezaron los festejos.
Julio Ama, que peleaba y
fotografiaba la guerra, andaba caminando por las calles. Llevaba su fusil
en la mano y la cámara, también cargada y lista para
disparar, colgada del cuello. Andaba Julio por las calles,
polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos gemelos eran los únicos sobrevivientes de una aldea exterminada por
el ejército. Tenían dieciséis años. Les gustaba combatir junto a Julio: y
en las entreguerras, él les enseñaba a leer y a fotografiar. En el
torbellino de esa batalla, Julio había perdido a los gemelos, y ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.
Caminó a través del parque. En la
esquina de la iglesia, se metió en un callejón. Y entonces, por fin, los
encontró. Uno de los gemelos estaba sentado en el suelo, de espaldas
contra un muro. Sobre sus rodillas, yacía el otro, bañado en sangre; y a
los pies, en cruz, estaban los dos fusiles.
Julio se acercó, quizá dijo algo.
El gemelo que vivía no dijo nada, ni se movió: estaba allí, pero no
estaba. Sus ojos, que no pestañeaban, miraban sin ver, perdidos
en alguna parte, en ninguna parte: y en esa cara sin lágrimas estaba
toda la guerra y estaba todo el dolor.
Julio dejó su fusil en el suelo y
empuñó la cámara. Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y
la distancia y puso en foco la imagen. Los hermanos estaban en el
centro del visor, inmóviles, perfectamente recortados contra el muro
recién mordido por las balas.
Julio iba a tomar la foto de su
vida, pero el dedo no quiso. Julio lo intentó, volvió a intentarlo, y el
dedo no quiso. Entonces, bajó la cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.
La cámara, una Minolta, murió en
otra batalla, ahogada en lluvia, un año después.
En El libro de los abrazos,1989
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