Por las tardes, en aquellos días en que el
vandalismo castrense y la cacería se practicaban con igual esmero, nos escabullíamos
a través del sendero verde oscuro del patio. Estábamos obstinados del encierro,
así que cualquier intento de paseo era una aventura invaluable.
Algunas hojas caídas prematuramente crujían
bajo nuestros botines; nos encantaba pisarlas con meticulosidad y escuchar ese
sonido cruel de huesos vegetales triturados. Con ayuda de un pipote volteado
pasábamos al otro lado del acerca y luego corríamos en competencia hasta la
orilla del lago. Yo siempre llegaba de segundo, jamás de primero o de tercero.
El ganador tenía derecho a dos galletas adicionales que previamente le habíamos
robado del horno a la señora Rosario, aún crudas. Nos quitábamos los botines
para airear los pies, comíamos las galletas y después cazábamos lagartijas y
polluelos desamparados con nuestras mortíferas cerbatanas.
El lago siempre era el mismo, de noche, de
tarde, en invierno, en verano (no como otros lagos que en la noche son abismos
sin fondo o que en invierno son espejos), siempre una invariable superficie mansa
de color gris pálido. Parecía no envejecer, al igual que nosotros que tampoco
cambiábamos. La señora Rosario era la única persona que nos decía a cada rato: ¡qué
grande están estos niños! Pero nosotros no sentíamos igual de pequeños que
siempre. Según vemos, la señora Rosario ha crecido al revés; lo comprobamos a
través de una foto sepia de hace muchos años donde ella era bastante más grande
que ahora; con el pasar de los años se ha ido achicando, comprimiéndose. Se ha
reducido hasta convertirse en una pequeña pasita blanca.
Una pasita blanca que olía más bien a canela,
a perfume dulce, a galletas calientes que le sacábamos del horno antes de que estuvieran
listas porque crudas y robadas eran triplemente deliciosas. Nos las comíamos en
las tardes, a orillas del lago gris pálido, asegurándonos de no desperdiciar ni
una sola miga.
Después con las panzas llenas de harina y
manteca, nos dedicábamos a cazar lagartijas. Y, siempre, antes de que
anocheciera, mientras unos jeeps color oliva se aproximaban, nos trepábamos al
árbol más alto del que no podíamos volver a bajar; nos quedábamos allí, en una
de sus ramas, colgados por el cuello con nuestros cinturones de cuero marrón
que hacían juego con nuestros botines. Ya sin gritos ni risas, mientras el
ruido de los motores se desvanecía, nos íbamos poniendo helados, pálidos y
azules, los ojos serenos, y los cuerpos tiesos.
Cada vez que la señora Rosario nos
encontraba, ya entrada la mañana, pegaba un grito horroroso de espanto antes de
desmayarse. Su piel copiaba el color de la nuestra y sus ojos nuestra forma de
mirar.
Los pájaros, siempre los mismos, huían
asustados en caótica desbandada. Un viento suave y tibio hacía balancear
nuestros cuerpos casi a ras de suelo.
En Perdidos en Frog.