Conferencia
dictada el 12 de enero de 1995 en el ciclo La cultura del trabajo,
organizado por la Fundación
Sivensa en el Ateneo de
Caracas entre setiembre de 1994 y abril de 1995. Publicado con
autorización de Sivensa. La publicación en
papel: La cultura del trabajo, Caracas: Cátedra Fundación Sivensa-Ateneo
de Caracas, 1996.
Francis
Bacon decía que no hay peor cosa que considerar sabios a los pícaros.
Latinoámerica, Venezuela, el Caribe, han tenido siempre la necesidad de mirarse
a así mismos, de expresarse en un ícono. Los pueblos tienen una noción de sí
mismos y gustan mucho de concretar esa noción, esa apariencia que los pueblos
arrastran a lo largo de siglos, de sí mismos, concretarlo en maneras, en
personajes, en actitudes, en leyendas, en mitos.
Los
venezolanos no somos una excepción al respecto. Quien tipifica, quien
estereotipiza a un hombre mexicano, inmediatamente cae en la fatalidad de
atribuirle los conceptos que pertenecen, de una manera específica, al ser de
los mexicanos; la machura, el patriotismo excesivo, el nacionalismo delirante,
pero cuando a México lo ven otros pueblos del mundo, lo ven como el ratoncillo
de la Warner Bros ,
ágiles, astutos, pícaros, siesta, haraganería, flojera. Una imagen viene de un
lado y otra imagen la genera un pueblo de sí mismo.
Los
venezolanos hemos generado muchos mitos en relación a nosotros mismos, porque
los venezolanos somos admiradores de los mitos, porque no entendemos nuestra
historia. Como ni siquiera la conocemos, nos hemos visto obligados a sustituir
la historia por la mitología, que fue los mismo que le pasó a los griegos, que
tampoco conocían su historia, aunque por razones muy distintas. Los venezolanos
tenemos mitos, en los cuales creemos tanto que los convertimos en actos de fe.
Creemos, por ejemplo, que las caraotas tienen hierro; las caraotas no sólo no
tienen hierro, sino que poseen una cubierta que tiene la particularidad de
aislar el poquito hierro que podamos ingerir y que además lo elimina, pero no hay
manera de convencer al venezolano que las caraotas no tienen hierro.
Así
como creemos en el hierro de las caraotas, creemos que somos un pueblo vivo en
el sentido de astutos, de pícaros, de una gran destreza y de una gran
habilidad. Hemos asociado la palabra vida, palabra hermosa, y la llegamos a
confundir con viveza, pensamos que estar vivos es hacer una picardía, decir que
una persona es viva o está viva es porque está en algo, está haciendo algo.
Nuestra historia niega eso, ¿cuándo fuimos vivos?, ¿qué hicimos para merecer
ese calificativo? Basta ver el país, ¿dónde está la vivezas de un país que
despilfarró 250 mil millones de dólares en veintitantos años?, ¿cuál es la
viveza de un país que se encuentra en este atolladero gigantesco, después de
despilfarrar una de las más colosales fortunas que se pueda alguien imaginar?,
¿cómo entender que el Presidente nos diga a cada rato que esta es la peor
crisis financiera que pueblo alguno haya vivido desde que en Génova, en 1604,
se inventaron los bancos? Nunca, hasta el día de hoy, un pueblo de la Tierra ha vivido una crisis
financiera como esta, peor que el crack del 29, peor que el crack
alemán. La peor crisis financiera en relación al dinero y población y, sin
embargo, tenemos que vivirla. Un país que no ha logrado resolver un enigma, un
país que le entran 15 mil millones de dólares y tiene 20 millones de
habitantes, ¿por qué este país tiene la crisis que tiene?, no le cabe en la
cabeza a nadie, ¿cómo pueden considerarse vivos, astutos, hábiles a los ciudadanos
que viven en este país?
Toda
América Latina podrá contar su historia de muchas maneras, heroica, abnegada,
hermosa, pero astuta nunca. La América Latina no es astuta, bastará leer el
panfleto escrito por el uruguayo Eduardo Galeano Las venas abiertas de América
Latina, donde se narra el aterrador despojo que este continente vivió desde
la época de la conquista, es un despojo indignante, pero es el despojo de los
tontos, quien así se comportó, quien admitió que el Potosí, que era un cerro de
oro, fuese trasladado en bloques de oro a Sevilla, no es un pueblo astuto.
Venezuela,
en ese sentido, es un pueblo especial dentro de nuestro continente, es un país
que no ha tenido la conciencia de su propia historia, es un país en gestación.
Venezuela es un país no posesionado, nadie en el mundo sabe qué quiere
Venezuela, qué proyectos, qué ambiciones, qué deseamos. Una vez un diplomático
mexicano dijo que entenderse con Venezuela era lo más difícil del mundo, porque
uno se entiende con un alemán, porque sabe lo que quiere, lo que busca, en qué
anda; Venezuela ni quiere, ni busca, ni anda. Su conducta en los organismos
internacionales es incoherente; no refleja un plan nacional, un desarrollo.
Venezuela no se ha inaugurado; su capital, Caracas, tampoco. Es una ciudad sin
visión, sin recuerdos, ni nada que la caracterice, es un campamento. Venezuela
toda es un campamento y además tiene una cultura de campamento. Aquí hemos
afrontado siempre el dilema de que lo que somos, lo que nos ocurre, nuestro
comportamiento, nuestro ser histórico no se corresponde con nuestros libros,
con nuestro verbo, con nuestra palabra, con nuestras instituciones, con
nuestras leyes y códigos. Hay una enorme diferencia entre la realidad y la
fijación de un marco cultural en el país. Las leyes que tenemos no son
nuestras; es mentira que el Derecho Penal castigue la criminalidad, el comercio
en Venezuela no tiene nada que ver con el Código de Comercio, es mentira, sobre
todo que la Constitución
exprese el proyecto de una nación, sus deseos más profundos.
Venezuela
no es un país que haya creado sus leyes, quizás porque las leyes que debería
crear, deberían ser reglamentos, más que leyes, como los que existen en los
cuartos de hotel.
El
27 de febrero
Venezuela vivió un colapso ético, que dejó estupefactas a muchas personas, fue
una explosión sobre la cual no se ha escrito hondo, amerita un análisis, es una
explosión que se traduce en un saqueo, pero no es un saqueo revolucionario, no
hay una consigna, es un saqueo dramático, las personas asaltaron locales en
medio de una delirante alegría, no hay tragedia, al iniciarse el proceso. A mí
me quedó la imagen de un caraqueño alegre cargando media res en su hombro, pero
no era un tipo famélico buscando el pan, era un "jodedor" venezolano,
aquella cara sonriente llevando media res se corresponde con una ética muy
particular; si el Presidente es un ladrón, yo también; si el Estado miente, yo
también; si el poder en Venezuela es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley me
impide que yo entre en la carnicería y me lleve media res? ¿Es viveza? No, es
drama, es un gran conflicto humano, es una gran ceremonia. Ese día de juego que
termina en un desenlace monstruoso, cruel, la carcajada termina en sangre, es
el día más venezolano que he vivido, nunca había sido tan interpretado por
nuestra historia, por lo que nos está ocurriendo, es el día que fuimos sublimes
y perversos como lo fuimos en buena parte de nuestra historia. Nuestros íconos
históricos nos anuncian siempre ese dilema.
Hablábamos
antes de las instituciones, leyes y códigos que no nos expresan, pero
examinemos qué hemos hecho con nuestros recuerdos históricos. La palabra
historia da terror aplicada al país, porque eso exige un reto, exige unos
historiadores y no termina de aparecer esa palabra.
Es
cierto que existen hombres que se han dedicado a coleccionar nuestra memoria,
pero dentro de esos íconos tenemos las dos caras, una que el país exceptúa de
sí mismo: Bolívar.
Bolívar
es venezolano sólo en el sentido paradójico que pudiese tener la palabra,
nuestra paradoja; es venezolano en la medida que no es venezolano, en la medida
en que no se comporta, en que no se predica en torno a Bolívar las
características que nos hemos atribuido a nosotros mismos como pueblo, ciertas
o falsas.
El
Libertador es sublime, nadie lo describe como astuto, como pícaro, se pondera
su inteligencia, su talento, su genio, es un ícono moral, es un hombre sublime,
enfrenta la vida y los venezolanos amamos contar esa historia, enfrenta su vida
con pasión, con sentimiento, con fuerza, es una persona de la cual esperamos
siempre que la historia nos confirme gestos de un inmenso poder moral, por eso
lo hemos exceptuado, hemos llegado a ese convenio, nadie sabe cómo fue Bolívar,
pero hemos llegado al convenio social de colocarlo como un paradigma, es
nuestra única atadura con lo sublime y lo elevado.
Frente
a él, la otra figura: Páez. Este sí, el pícaro, el astuto, el mediocre, el
incapaz de ponderar un sueño; nuestra historia encierra una tragedia o nos
gusta contarla de una manera trágica. Era la historia que soñaba con un ideal:
la Gran Colombia,
un ideal inobjetable, un delirio, cinco grandes países unidos, un sueño de
grandeza. ¿Lo destruyó quién? Un venezolano integral: Páez. El que somos, el
que dijo que no, no, porque no sirve, no, porque no se adecúa; no, porque no es
real.
La
carta que unos comerciantes de Naguanagua le dirigieron al general Páez y que
éste exhibió como documento, es una carta venezolana, completa. Decía algo así:
"Estimado general Páez, nos parece que el proyecto del General Bolívar es
un disparate, hemos luchado abnegadamente por superar la colonia española, el
poder español, nos hemos matado en los campos de batalla, por no pagar
impuestos a los españoles, y qué, ¿vamos a pagar impuestos a los colombianos?,
no". Esta es la razón por la cual se desmoronó un sueño sublime, porque
los comerciantes de Venezuela entera, decidieron que pagarle impuestos al
gobierno de Santa Fe de Bogotá era un crimen y algo antivenezolano.
Esto
es el punto en que lo sublime queda y la picardía empieza, la astucia, frente
al pasado Bolívar, al del sueño complejo, alambicado, difícil, de enorme
empresa de envergadura, surge la trampa, el costado, la manera, el meandro, la
forma de llegar, de no perder... Esto es gran parte de nuestra historia.
Nicanor
Bolet Peraza, escritor costumbrista, escribió un relato olvidado, dedicado a un
teatro que funcionó en la
Caracas de 1800, llamado el Teatro de Madereros. Cuenta que
en ese teatro se escenificaba todas las Semanas Santa, la Pasión de Cristo y estaba
hecha por actores venezolanos y era un espectáculo cómico. A ningún pueblo se
le ha ocurrido contar la pasión de Cristo de una forma cómica, ya que la Pasión de Cristo no debería
hacer reír a nadie, pero a los caraqueños les causaba risa. Bolet Peraza
analizaba esto y se preguntaba si no sería que los caraqueños eran unos
blasfemos, unos irreligiosos, pero no era eso, no era que la gente se reía en
sí de Cristo, ni de la Virgen ,
la gente caraqueña se reía de que un actor venezolano hiciera el papel de
Cristo, es decir, les producía risa que un local, un coterráneo, interpretara
tan sublime papel. Quizás si lo hubiese interpretado un actor español, o un
sueco, no hubiese causado tanta gracia.
Bolet
Peraza nos alertaba que a lo largo de nuestra historia, nos ha sido vedado lo
sublime, el sentimiento trágico. El venezolano no asume la tragedia, porque la
tragedia expresa una fe del hombre en sí mismo. Quien escribe Antígona,
quien escribe Edipo Rey, vale decir el gran poeta Sófocles, Eurípides,
Esquilo, que se asume a sí mismo como trágico, está enamorado, está orgulloso
de la cultura griega. Esa pasión tenía un motivo; años atrás los griegos habían
derrotado a los persas en Salamina; la sociedad griega fue sacudida por una emocionalidad
histórica, así la historia de Edipo Rey puede ser contada por un pueblo que
cree en sí, que se asume. Así, el país que habitamos, su naturaleza escénica,
sus imágenes, lo que ha creado como imagen es una picardía, un acto de sátira
de sí mismo, así nos llamamos un país de humor, a veces de buen humor y otras
de mal humor.
Hay
otro elemento que viene a expresar este vacío de nosotros mismos como cultura:
el sentimiento criollo es la cultura española. La cultura española tiene una
manera de conducirse muy particular, es una cultura que sólo concibe al hombre
que triunfa, y aquí nos aproximamos al trabajo. Lo concibe como un genio y no
como un hombre de segunda, como solía decir Benito Pérez Galdós, no cree en el
ciudadano común, no hay manera que un hombre español se exprese en su visión de
sí mismo como el hombre común; utiliza lo folclórico, lo costumbrista, pero a
la hora de entrar a describirse como una nación, elige siempre su cúspide. La
pintura española es la mejor del mundo, después de Velázquez, Goya, Picasso, no
hay nadie más. No hay segundos pintores en España.
William
Somerset Maugham, el gran novelista inglés, decía: yo soy el escritor
secundario más importante del mundo. No suena latino, no suena español.
¿Somos
vivos entonces cuando afrontamos nuestra relación con la sociedad? No, no lo
demuestra nuestra historia. Somos hábiles, somos diestros, irreverentes en
alguna parte, en muchas somos borregos, pero tenemos una manera que lo hace
irreconocible, una manera de relacionarnos con el objeto, de sacarle provecho
al objeto, sin entender el objeto.
Nuestro
gran dilema histórico y existencial es que lo que constituye nuestra vida no
tiene relación con nuestra cultura, nadie sabe cómo funciona un televisor, pero
nos mostramos displicentes frente a un aparato. Somos hábiles a la hora de
asumir la funcionalidad, en donde encontramos un grave problema y un gran
obstáculo es a la hora de explicar la función.
Lo
que suele llamarse el barroco latinoamericano, nada más mentiroso, ni más falso
que esta expresión; no hay barroco. Hay una manera de entender el mundo por
capas, de asociar inmediatamente a nuestras vidas todo lo que proviene de otras
culturas, de allí la pérdida de tiempo que tienen algunas personas al decir que
Venezuela debe encontrar su identidad cultural, ¿cuál identidad?, ¿dónde está?,
¿cómo puede encontrar identidad cultural un país que a lo largo de su historia
no la ha tenido? El Siglo de Oro español formó buena parte de nuestra manera de
entendernos culturalmente, es una herencia que mamamos, tal como mamamos la
industria petrolera, tal como mamamos los acontecimientos tecnológicos,
humanísticos y los asimilamos, los reconvertimos y nos asociamos a ellos aunque
no los descifremos.
El
teatro del Siglo de Oro español está apoyado en tres personajes y toda obra
escrita en España en esa época, llámese Lope, Calderón, Tirso, responde a esos
tres personajes que son, la dama, el caballero y el gracioso. Toda obra
española consta de una historia de amor en la cual la dama y el caballero, de alcurnia
generalmente, representan lo sublime y parodiando a éstos, está el gracioso,
casi siempre el criado, el del pueblo. Así, si el caballero recita una bella
declaración de amor a su dama, inmediatamente aparece la escena del gracioso
que intenta hacer lo mismo con la cocinera y fracasa, porque balbucea, porque
no dice las palabras adecuadas, porque el lenguaje del caballero no se
corresponde con su lenguaje.
Históricamente,
y es perfectamente demostrable que cuando Latinoamérica, desde la Argentina hasta México,
quiso verse a sí misma en esas categorías, generó un primitivo teatro que se
puede obsevar en la colonia, aburrido, patético, malo, pero real, porque el
único venezolano que entró fue el gracioso. A nadie se le ocurrió que el papel
del caballero o de la dama fuera de Venezuela, de Perú, o de México. Nuestra
manera de identificarnos, de presentarnos frente al mundo y ante nosotros
mismos fue siempre esa, y somos los astutos, los graciosos, los que no pudiendo
acceder a lo sublime, nos vimos en la necesidad de asumirnos como parodia de lo
sublime.
De
allí que yo pienso que el trabajo en Venezuela más que apoyarse como presunto
defecto, es una función de viveza o de habilidad, se apoya básicamente en una
parodia del trabajo. Cuando se trabaja, parodian el trabajo, porque nuestra
cultura no tiene expresión del trabajo, ni ha logrado representar el trabajo
como parte indispensable de sí misma.
¿Por
qué? ¿Qué es este bochornoso, caótico, incoherente pero amado país? Es la
consecuencia de tres exilios, de tres personajes provisionales, el habitante
autóctono, el indígena, que fue expulsado de su territorio, de sus creencias,
de su vida, para quien la noción de trabajo no existía. ¿Para qué?, si la
tierra da y yo lo tomo. ¿Por qué sembrar?, ¿ por qué hacer un huerto? Si toda
esta tierra era un huerto.
Otro
personaje es el negro, arrancado de las Costas de Marfil, de su tierra, de su
amor de todo lo que pudiera generarle un sentimiento. Lo metieron en un barco y
lo trajeron a esta tierra y le dijeron: trabaja, ¿para qué?, ¿por qué?
El
español llegó a un exilio, llegar a América significaba un castigo, una
desgracia, un fatalidad, era vivir en un país de segundones. Aquí no se vino el
primogénito, se vino el segundón, el que no servía, el aventurero. ¿Venía a trabajar?,
no, ¿para qué? Venía a hacerse rico, la vida verdadera estaba en España, este
era un país de paso.
¿Qué
cultura de trabajo se puede esperar de tres orígenes donde el trabajo no tiene
pasión, ni tiene por qué tenerla? Lentamente esta sociedad, al criollizarse,
fue haciéndose al trabajo.
Pero
esta es nuestra cultura del trabajo, allí subyace, porque al fin de cuentas se
trabaja para una recompensa y decir otra cosa es una hipocresía.
Indiscutiblemente existe el trabajo espiritual, el del científico, el del
poeta, el del escritor donde el trabajo es un placer. Pero para el hombre que
martilla todo un día, no existe placer. No puede haber placer por martillar.
Constituye una manera de vivir, se expresa en términos de salario, requiere de
un pago correspondiente para asumir esa tarea.
En
Venezuela, además, se paga mal, la relación entre salario y trabajo es caótica,
es artificial, donde las profesiones no se rigen por el grado de esfuerzo que
el hombre puede colocar a la hora de prepararse para ellas. Así pues, no hay
una imagen del logro del trabajo, porque en Venezuela no hay imagen de riqueza,
porque en los ricos, que podrían ser un paradigma de la imagen del trabajo como
lo fue Ford para los americanos, no existe. El venezolano no tiene imagen del
bienestar.
Hemos
creado una imagen donde el rico tiene imagen de pícaro, Miguel Otero Silva
decía que el único rico honrado que él conocía era Antonio Armas, porque la
historia de su fortuna se veía por televisión. Bateaba y le pagaban por eso. De
resto la riqueza no es honrada y el disfrute de ella misma tampoco es honrado.
Deberíamos
desterrar de nosotros mismos la idea de que la viveza nos ha acompañado como
acto cercano al trabajo. Es falso, no hay viveza criolla, hay viveza alemana,
hay viveza japonesa. Aquí lo que hay es un lento, dramático y desesperado
esfuerzo de una sociedad por asumirse a sí misma, en un territorio y dentro de
unas costumbres y unos códigos que ni le corresponden, ni la expresan y, en
ocasiones, ni siquiera la sueñan.