La memoria -se sabe- es un
bosque terriblemente frondoso que esconde demasiados dragones. Y lo peor es que
todos echan fuego por la boca. Pero yo ya no estoy dispuesto a desempolvar
recuerdos buscando causas, aunque éstas aparezcan fulgurantes, siniestras y
efímeras cada cierto tiempo. Acepto, reconozco y asumo, por tanto, no haber
olvidado el hecho de que a mi madre la mató una mesa. Aspiraba la alfombra del
comedor y se llevó con el hombro unoa de las patas del pesado y viejo mesón de
caoba de mis bisabuelos. La mesa se desplomó y la aplastó. Fue espantoso ver a
mi padre y a mi tío sacar el cadáver, ver sus muecas desconcertadas y el
estigma de vivir abolidos por la absurda muerte tallado en sus facciones; pero
estos hórridos detalles ahora no tienen ninguna importancia. Como tampoco tiene
ninguna importancia el redescubrir cada mañana en el espejo la insolente
cicatriz que surca todo el lado izquierdo de mi cara y que fue causada,
también, por una mesa vil, tres años después de la muerte de mi madre.
El asunto es que llevo una
semana teniendo pesadillas con mesas que me torturan e intentan asesinarme. El
asunto es que no soporto la densidad de las mesas en éste, mi apartamento.
Cuando Pancha llegó esta
mañana –después de un desaforado retraso-, le dije que dedicaríamos el día a
botar las mesas. Ella me miró sorprendida durante unos quince segundos, luego
me respondió con una heroica resignación que como yo mandara. Pancha tiene toda
una vida trabajando con mi familia. Mi madre la contrató (casi podría decir que
la adoptó) cuando apenas era una muchachita. Mucho después, cuando murió mi
padre, Irene y yo “heredamos” a Pancha. Así que ha presenciado varias de “mis
manías” (así las llamaba Irene) anteriores: las plantas, los televisores, los
libros con tapas de cuero y qué sé yo cuántas más. De allí que ya nada la sorprenda por un lapso
mayor de quince segundos: Pancha también presenció mi divorcio y las crudas
guerras entre Irene y yo los últimos meses del matrimonio. Esa era la época en
que no podía dormir por culpa de las plantas dentro de la casa y en el balcón.
Ese zumbido insoportable de las hojas mecidas por el viento me mantenía en vilo
noches enteras y durante el día anulaba mi concentración por completo.,
prohibiéndome escribir los reportajes para Economía
al día. Siempre pensaba que sería
feliz unas horas cuando iba a las reuniones de la revista, pero mi desilusión
era universal al pisar la oficina y ver que había matas de plástico en cada
rincón, y que el aire acondicionado también movía sus hojas, y que el sonido
artificial era mucho peor que el natural.
Una mañana Irene se despertó
y se dio cuenta de que había tirado todas sus matas por el balcón (Pancha me
ayudó: en el fondo le hacían gracia “mis manías”, y le ahorraban trabajo).
Nunca la vi tan furiosa. Me dijo todas las groserías e insultos que había
aprendido en sus cuarenta años. Me cacheteó, me golpeó, me pateó y cuando se
enteró de que Pancha me había ayudado, la despidió sin pensarlo dos veces. Yo
aceptaba sus cañazos e improperios callado e inmóvil. Comprendía su rabia (las
plantas siempre han sido su pasión), aunque me dolía que ella no lo entendiera:
definitivamente yo no podía seguir viviendo con ese ruido, la cuestión no era
tan simple como una “manía” que se puede anular y olvidar con pastillas, era un
asunto vital y una elección decisiva: las plantas o yo. Pancha observaba con
cara de tragedia desde la cocina – cuando llegaron la conserje y el presidente
de la junta de condominio al
apartamento. Tenían caras de hienas en celo y con mal de rabia. Exigían una
explicación convincente respecto a los porrones rotos y las matas en la calle,
o tendrían que echarnos del edificio. El apartamento aún era alquilado. Irene
les dijo que me preguntaran a mí, y que a ella no la iban a botar de ningún edificio
porque se iba solita, ahora mismo. Irene se fue al cuarto y yo les expliqué que
había sido una pelea terrible, cosas de pareja, y que no se repetiría, se los
aseguro, mientras mandaba a Pancha a recoger el desastre abajo. La conserje
arguyó con su voz de limón podrido –el presidente de la junta era otro en aquel
entonces- que lo mismo había dicho cuando cayeron los dos televisores en la
calle. Pedí disculpas un millón de veces y juré que nuca más pasaría nada por
el estilo. Mientras tanto Irene salió con sus maletas y me dijo que quería el
divorcio. Cuando se cerraron las puertas del ascensor miré a la conserje y al
presidente con las cejas en el tope de la frente: ellos entendieron que, si el
divorcio era un hecho, hasta ese día llegaban las peleas terribles y la lluvia
de matas y televisores. Cuando cerré la puerta encontré los ojos de Pancha
abiertos y llorosos como dos inmensos lagos de barro. Me preguntó si realmente
estaba despedida y le aseguré que no, que Irene ya no vivía aquí.
Pensé que la ausencia de
Irene se me haría terrible pero b fue así. En un par de semanas hasta me
parecía extraño haber estado casado con ella quince años. Claro, durante esos
días pasaron varias cosas interesantes. El periódico más importante del país me
ofreció una columna diaria en sus páginas de economía. Aunque podía escribir lo
que se me viniera en gana, era un trabajo duro, pues había que entregar dos
cuartillas diarias de domingo a viernes; pero el pago era jugosísimo y, en el
fondo, resultaría mucho mejor que los trabajos por encargo de Economía al día. Por otro lado, nunca
tendría que ir hasta el periódico (mandaría los artículos por fax) y no me
calaría ya las aburridas reuniones de la revista, ni sus matas plásticas.
Además, la administradora me informó que mi contrato de alquiler se acaba
pronto y que el apartamento se pondría en venta. Renuncié a la revista y con la
liquidación y un crédito en el banco pagué la inicial del apartamento.
Pero no quiero alejarme de
las mesas, aunque parezca inevitable: es lógico evadir a los monstruos, es
natural no querer hablar de ellos, no respirarlos. Hay que sobreponerse a ver
si se logra algún exorcismo. Lo de las mesas, pues, empezó como una inofensiva
amenaza onírica. Sin embargo, noche a noche la amenaza se iba tornando más y
más temible. Soñaba (pesadillaba, quiero decir) con mesas de madera, hierro,
plástico o vidrio. Cuadradas, redondas, rectangulares u ovoidales. Blancas,
marrones, verdes, transparentes, en fin… con toda la gama y variedad de mesas
existentes e inexistentes (hasta llegué a soñar con una mesa sin patas que se
desplazaba por todo el apartamento girando sobre sí misma, y que en realidad
parecía una gigante sierra eléctrica
cuyo único propósito era decapitarme). Las torturas a que me sometían las mesas
eran tan variadas como ellas mismas, pero sin duda alguna las más crueles eran
las de las mesas de madera.
Mi bisabuelo era carpintero
y se ganaba la vida haciendo, fundamentalmente, mesas. Quizás esas mesas no
querían ser mesas. Quizás querían ser sillas o juguetes o tallas. Quizá solo querían
permanecer como madera, e incluso nunca dejar de ser parte de los troncos de
los árboles. Ahora se vengaban de todo esto en mí. Pero yo no tenía culpa de
nada.
Decidí ir al psiquiatra.
Irene, mientras fue mi esposa, siempre me lo sugirió. Incluso cuando lo de los
televisores hasta llegó a exigírmelo. Nunca quise ir. Nunca he creído en los
loqueros. Además, Irene me fastidió tanto que aunque hubiese querido ir no lo
hubiera hecho para no darle el gusto. Pero esta vez accedí, quizá porque Irene
nunca se enteraría. Y, como era de esperarse, fue terrible.
El consultorio del viejo en
cuestión estaba plagado de mesas. Mesas, mesitas, mesones. No me atreví a
preguntarle por qué tenía tantas. Pero cuando le conté –a grandes rasgos- lo
que las mesas querían hacerme, comprendió que yo no volvería a ese consultorio
y que deberíamos vernos en otra parte. Habló, sin embargo, de probar una
terapia de invasión y me explicó en qué consistía. Le respondí con un no
rotundo y me recetó unas pastillas para que durmiera bien. Acordamos que lo
llamaría para vernos en algún parque o terreno baldío sin mesas de por medio.
Pero no lo llamé más. Algo dentro de mí me aseguraba que no llegaría a ninguna
parte con la ayuda de aquel anciano barbudo. Debía vencer a las mesas solo.
Además, las pastillas sólo lograron extender la longitud y crueldad de mis pesadillas.
En vez de despertarme a tiempo para que las mesas no me asesinaran, dormía de
doce a catorce horas. Y cualquiera puede imaginarse lo que unas mesas sedientas
de sangre hacen con uno en ese tiempo. Me mataban, me remataban y me volvían a
matar. Me descuartizaban, me estrangulaban, me aplastaban. Me sacaban los ojos
con las patas y me desfiguraban el rostro. Me lanzaban platos y vasos (si eran
mesas de cocina), lámparas y portarretratos (si eran mesitas de noche) y pues
mejor ni hablar de los inmensos mesones de comedores industriales y fábricas
diversas. Usé las pastillas una sola noche. Cuando me levanté (mi pijama estaba
desgarrado, las sábanas en el suelo y la almohada destrozada), lo primero que
hice fue tirar los somníferos por el balcón.
Cuando llegó Pancha le dije
que hiciera muchísimo café bien oscuro (estaba decidido a no dormir más) y que
encerraríamos todas las mesas en el balcón (aún no me decidía a tirarlas, para
evitar problemas con la conserje y la junta). Cuando comenzamos a mover las
mesas se me bajó la tensión: algo me impedía tocarlas, me producían asco y
pánico a la vez. Se me cortaba la respiración frente a ellas. No lo resistí. Le
pedí a Pancha que lo hiciera ella sola, que yo no podía, y me fui a escribir mi
columna (tenía dos días de retraso). Encendí la computadora y permanecí durante
horas perdido en el azul fluorescente de la pantalla. Algo me impedía escribir.
Todos los problemas económicos del mundo se quedaban ahogados en el fondo de mi
cerebro ante la presencia de un ente maligno en esa habitación. Algo como una
mesa invisible me endosaba un puñal en el pescuezo. Y así no se puede trabajar.
Di vueltas por todo el apartamento intentando resolver el lío con la mesa
metafísica. Pero apenas volvía frente a la computadora, el aire se me hacía
pesado, algo impalpable parecía hacerse voluminoso y asfixiante. Entonces, en
una revelación feroz y erizado desde las uñas de los pies hasta el aura,
descubrí que debajo de la computadora se escondía, maligno y burlón, el
escritorio. Los escritorios no son sino espías enviados por las mesas: se esconden
y se disfrazan con dulces intenciones escolares u oficinescas, y en ese sentido
son hasta más peligrosos que sus madres políticas. Cuando el peligro está a la
vista, uno, ya avisado, sabe a qué atenerse. Pero cuando se enmascara y
permanece oculto y acechante, la daga viene sin señales y casi siempre es
fatal.
Corrí fuera del cuarto
mientras buscaba a gritos a Pancha. Le expliqué que debía sacar el escritorio
de la habitación lo más pronto posible. Que me pusiera la computadora en el
piso y con cuidado. Pancha, sudando como una tetera por el pesado trabajo que
le había tocado, aceptó, sin embargo, sumisa.
Pero aquello no sirvió d
mucho. Ya de noche, tirado en la alfombra estaba frente a la computadora aún
mudo de ideas para la columna. Y me llamó el director de la página a ver qué
demonios me pasaba, eso no podía seguir así, o me avispaba o tendrían que
buscarse a otro. Entendí que la presencia de las mesas en mi apartamento,
aunque estuvieran a treinta metros de mí, trancadas en el balcón, no me dejaría
vivir en paz. Y pasé una noche terrible, sin dormir un solo minuto, tomando
café y ron y té y guaraná, esperando la luz del sol y la llegada de Pancha para
tirar las mesas por el balcón.
Las ojeras me llegaban hasta
el suelo, Pancha lo notó. Y su sorpresa de quince segundos después de la orden,
fue seguida de una curiosa petición (quince minutos después): en vista de que
yo iba a botar las mesas por qué no la dejaba llamar a su hijo y ellos las
sacaban , decentemente, por las escaleras, y se las llevaban a su casa para
usarlas o venderlas. Me quedé mudo unos minutos y una guerra de ideas confusas
levantó una humareda en mi cabeza. Luego me decidí y le dije a Pancha que
aquello no era posible. Que en tantos años de trabajo yo le había tomado un afecto
especial y que no pondría en peligro su vida y la de su hijo por unas mesas.
- Esas mesas son malvadas,
Pancha. No tienes idea de cuánto.
A ella no le agradó
demasiado mi respuesta (se lo vi en la mueca de rana comiendo yogur, en los
labios ondulados como una tocineta en la sartén, en la mirada descosiendo los
bordes de la alfombra), pero, como siempre, no discutió.
Esta vez tuve que ayudarla.
Levantar las mesas para echarlas balcón abajo era demasiado para ella sola. Fue
verdaderamente espantoso el contacto físico con las mesas: mis brazos
tocándolas, su peso y la maligna densidad que transmitían a mi cuerpo al
levantarlas. Pero al mismo tiempo fue un placer inenarrable verlas caer y
estallar en la calle: ser espectador de los últimos segundos de vida de las
malditas mesas, despedazándose contra el asfalto una a una, dejándome por fin
en paz. Abajo comenzó a formarse un círculo de curiosos y, en cuestión de
minutos, la conserje y el presidente de la junta (el nuevo) tocaban puntuales y
amargados mi timbre. Abrí la puerta y no los dejé hablar. No estaba dispuesto a
tolerar que nadie arruinara mi reciente felicidad. Les dije que por si no lo
sabían ya el apartamento era mío. Estaba pago. Se había acabado el alquiler y
el yugo terrible de sus normas impías. Les cerré la puerta en sus narices y
volví al balcón. El tumulto había crecido. Pancha me miraba confundida y no
decía nada. Volví a la computadora con ideas claras de los cuatro artículos que
iba a escribir, la encendí y me puse dedos al teclado. Pero no pude.
No.
No puedo.
Mis dedos se han empezado a
poner marrones, apenas unos centímetros más allá de la base de las unas, pero
marrones, como si… como si fueran de madera. Voy al baño de inmediato y me
lavo, me enjabono, me restriego con el cepillo y la piedra pómez; pero la
madera sigue creciendo y abarca ya mis manos completas. Los dedos parecen
haberse fundido en una sola mesa cuya forma no es difícil de adivinar: es la
pata de una mesa. Me quito los zapatos y me doy cuenta de que el mismo proceso
está ocurriendo en mis pies.
Sudo.
Tiemblo.
Fue el contacto. No debí
tocarlas. Corro a la cocina y busco un cuchillo grande para detener la carrera
violenta de la madera en mi piel. Me acuerdo de los implementos de jardinería
de Irene y vuelo en busca de una escardilla, un pico, lo que sea para cortar la
madera. Al abrir el escaparate me hiela la respiración descubrir que Irene se
llevó todos sus… casi todos. Al fondo, bajo unas mantas, un brillo rojizo y
plateado llama a mi pata, digo, a mi mano. Vuelvo al balcón para no llenar de
aserrín las alfombras. Sostengo el hacha con una pata y golpeo con fuerza la
otra. Mi grito trae a Pancha en un amén. Me siento desmayado. Pancha se
aproxima con cara de horror y se llena las manos de aserrín. Mueve su boca de
un lado a otro, parece querer decir algo, pero nada oigo. Sólo un profundo
silencio. Un silencio de madera. Trato de incorporarme y le pido a Pancha que
me ampute las otras tres patas. El dolor en el brazo es hondo, pero seco,
fútil. Quizá no duela tanto a un árbol el corte. ¿Por qué, entonces, la
venganza de las mesas? Pancha se aleja de mí con una expresión atroz. Esta vez
su sorpresa no dura quince segundos. Se estira, se expande. El silencio de
madera aturde y le repito a Pancha mi petición, esta vez con una voz que
calculo ronca, grave, molesta. Ella comienza a llorar y sus ojos, dos inmensos
lagos de barro.
No.
No son lagos.
Son redondos, sí; marrones,
sí. Son mesas. Me arrastro por el balcón alejándome de Pancha y me doy cuenta
de que buena parte de mi cuerpo se ha convertido ya en madera. Pancha avanza
hacia mí con sus dos mesas en la cara y no me queda más remedio que decidirme a
ejecutar lo que debí hace mucho.
Yo no me convertiré en mesa.
Moriré mientras aún queda algo de sangre y piel en mí.
Me subo a la baranda del
balcón y veo que Pancha ya corre y casi me alcanza. Me dejo caer. El viento
golpea con violencia mi rostro. Hasta el último momento de mi vida resulta
desgraciado. Abajo me esperan todas las mesas con sus horribles sonrisas
cariadas de aserrín. Arriba-y es mi última mirada antes de convertirme en un
montón de filamentos arbóreos reventados- veo a la que alguna vez fue Pancha.
Pero no es Pancha ya. Pancha, toda ella, se ha convertido en un espantoso mesón
de caoba. El mismo, quizá, que mató a mi madre.
En Las guerras íntimas
Para poder complementar los muebles de nuestra casa, lo primero que podemos hacer es encontrar un link de mesas de oficina, porque así le daremos el toque a nuestro espacio de trabajo.
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