Santiago Nasar se fue. La
gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo
vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y estaba
tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó
desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó
la voz. Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su
escopeta de caza, pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos
lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al
derecho, deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se
dirigía a su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta
de que estaba abierta la puerta principal.
Ahí viene -dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el
saco, lo puso en el taburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje.
Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces
Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a Santiago
Nasar que corriera porque lo iban a matar. Fue un grito tan apremiante que
apagó a los otros. «Al principio se asustó -me dijo Clotilde Armenta-, porque
no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde.» Pero cuando la vio a ella vio
también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzó al
hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia
la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había
contado a Plácida Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una
mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le
preguntó a Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a
conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el
café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo
tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las escaleras
de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me
pareció un ramo de rosas.» De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por
él, Divina Flor la tranquilizó.
-Subió al cuarto hace un minuto -le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en
recogerlo, y sólo se enteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró más
tarde en la confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a los hermanos
Vicario que venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el
lugar en que ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba a ver a
su hijo que corría desde otro ángulo hacia la puerta. «Pensé que querían meterse
para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia la puerta y la
cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó los gritos de Santiago
Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que él estaba
arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balcón de su dormitorio.
Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando
se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida
se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando
lo vi de frente ---me dijo Pablo Vicario-, porque me pareció como dos veces más
grande de lo que era.» Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer
golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con el cuchillo
recto.
-¡Hijos de puta! -gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le
hundió hasta el fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
-¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de
matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que
el cuchillo volvía a salir limpio -declaró Pedro Vicario al instructor-. Le
había dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre.» Santiago
Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre después de la tercera
cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de darles la espalda.
Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asestó
entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión
le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte,
Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la
puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera ayudar a
que acabaran de matarlo por partes iguales. «No volvió a gritar --dijo Pedro
Vicario al instructor-. Al contrario: me pareció que se estaba riendo.»
Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con golpes alternos y
fáciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del
miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen.
«Me sentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario.
Pero ambos despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin
embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda,
primo -me dijo Pablo Vicario-, no te imaginas lo difícil que es matar a un
hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le buscó el corazón,
pero se lo buscó casi en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad
Santiago Nasar no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas
contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el
vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosión. Pedro Vicario
iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo
extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado
contra la puerta, hasta que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules,
y cayó de rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber
dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana
de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban
perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por
otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro.
Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la
puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se
incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación,
sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa
y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir
por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa
contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo
que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta. «Oímos la gritería -me dijo la esposa-,
pero pensamos que era la fiesta del obispo.» Empezaban a desayunar cuando
vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el
racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el
terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago
Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su
rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al
pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta
la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo
Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el
patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del
muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa.
-¡Santiago, hijo --le gritó-, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
-Que me mataron, niña Wene -dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato.
«Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las
tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta
desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.
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