De la naturaleza expansiva del aplauso, Sol Linares


COMIENZA DETRÁS DE UNO. A espaldas de uno. Lejos de las coordenadas que certifican tu existencia medio borrosa e inadvertida en el centenar de butacas. Nunca a un lado o delante de ti. Nunca tan próximo de manera que presencies el nacimiento del aplauso. Y nunca, jamás, nacería desde ti aquella onda violenta si ya eres un oyente corrido, ajustado al pavor de un único y ridículo aplauso en la totalidad del silencio. Sobra cobardía para levantarse a palmotear y de pronto ser la idiota que aplaude a deshora. A veces ocurre, las ganas de caerle a mentiras al ser hablante, aplaudir y aplaudir el discurso de ese sujeto desconocido que hoy viene a darnos lecciones sobre filosofía. No sé, hoy tengo ganas de aplaudir autónomamente. Quizá no sea tan disparatado concebir el primer aplauso, la gente siempre perdona los arrebatos delirantes, y debe traer satisfacción ser la matriarca de esa catarata de madera que estremece la bóveda del edificio. Sobre todo si la Fraternidad del Aplauso, amparada bajo máximas hieráticas de solidaridad, protege del ridículo al aplausor. Digo, la cosa nostra de los buenos modales. Claro, esta Fraternidad debe tener una ética del aplauso bien definida. La gente culta, por ejemplo, no aplaude los himnos nacionales, se levanta del asiento solemnemente y regresa a él de la misma forma y reserva  los aplausos para los entreactos del jazz. Podría decirse que es acopiando la práctica de las cosas aplaudidas que con el tiempo nos familiarizamos con estos reglamentos, probamos los efectos  de una extraña y expansiva persuasión de los oradores, de tal manera que Hitler hacía que los alemanes se desfloraran las manos y odiaran a los judíos todo a la par.

Algo ha debido decir el conferencista que la gente ha comenzado a aplaudir. Soy tan lenta, todos aplauden y yo estoy atascada todavía en los alrededores del aplauso. En momentos como estos mi capacidad intelectual se me antoja francamente dudosa, trivalente en el sentido más estricto de la desidia; bruta, apática y dispersa. Mi vecino de butaca me observa de reojo.  Nota que no aplaudo y lo toma como un gesto de irreverencia seguramente avalada por una suerte de superioridad epistémica, ontológica y filológica. ¿Qué es la filosofía?, pregunta el conferencista. Por razones obvias recuerdo las palabras de mi abuelo mecido en la hamaca de nuestra casa. Es litúrgico escuchar  sus reflexiones intermitentes, dice que la filosofía es un eterno nostalgiar. No estoy tan segura de que mi abuelo hubiera entendido lo que hoy explica este señor; yo tampoco soy tan brillante como aparento. Cuántas tentativas sinceras por comprender Crítica de la Razón Pura y cuántas veces he abandonado a Inmanuel Kant, a veces acompañando, la lectura con tragos desesperados de ron, porque, alguien me dirá, quien entiende a Inmanuel Kant bebiendo un saludable vaso de agua. En fin, una y otra vez el libro intacto sobre la mesa, o yo mas intacta que él. Me iba sin arañazo internos dejando aquel coloso intraducible para un mejor ánimo y corría a liquidar mi derrota con una obra menos pedante. Con el tiempo entendí que yo podía vivir sin Kant, que no nos necesitábamos mutuamente. Puede que atribuya mi flojera a la filosofía de chinchorro que practicamos en casa. Allá meditamos mientras las gallinas picotean nuestros dedos, la filosofía es un padecer que se iguala a nosotros y a nuestra vida común, y por lo general, jamás conversamos sobre lo que no sabemos, ni aplaudimos algo en lo que no nos reconozcamos. Este acto sencillo no impide que mi abuelo sea un pensador menos universal, la distancia que hay entre el discurso suyo y el de Aristóteles  es que no sabe lo aristotélico que se pone en las tardecitas  cuando llegan las libélulas a desovar en el estanque. Hoy nos hubiera caído bien, por ejemplo, conversar acerca de la naturaleza  expansiva del aplauso y sobre lo que pasamos a ser en el mismo momento en que ocupamos las butacas. Quién sabe si valga la pena ahuecarse en la silla, escuchar y aplaudir intereses tan impersonales para nosotros como la filosofía occidental. Me pregunto si tendremos un semblante real e histórico para el orador, viéndonos sin mirarnos en esta nube imprecisa que somos. Raúl está cerca de mí, tres butacas más allacito, ahí lo vi sentarse la última vez antes de que apagaran los reflectores, antes de  que la oscuridad nos aniquilara en esta particular omnisciencia. Lástima Raúl tan a tres butacas de mí. Quisiera saber si se pregunta lo mismo, si habrá alguien acá con ganas de aplaudir el disparate  de occidente y su dale que dale a sus hallazgos sobre la naturaleza humana. Dentro de poco me atormentará la sensación de haber perdido el dinero. No mas con ahuecarnos en cualquier reclinatorio ya figuramos como parientes de los que miran el mundo desvaído del proscenio. Vamos acomodándonos a la parentela de una gran familia, una familia escalonada de seres incognitos haciendo pupación  debajo de las claraboyas. Por eso pienso que sería más justo que uno comience el aplauso. Ocurre que no siempre la gente corresponde a lo que quieres aplaudir y entonces terminamos aplaudiendo la breve conmoción del otro. Uno sale del anfiteatro mirando borrosamente a las personas, hambriento, buscando perroscalientes, encandilados por las luces de la calle y adaptándonos medianamente a nuestra propia rutina, buscando a ese ser clandestino que comenzó el aplauso en la multitud, al final sin saber a quién, qué cosa aplaudiste, o qué bobería aprobaste. Soy tan lenta, tan inconforme. Daría cualquier cosa por aplaudir algo real, estar dentro de una corriente auténtica de palmoteos donde yo y los otros vibremos como un intenso cardumen. A veces duran tanto los aplausos… se van contigo a tu casa y parece que la vida es más brillante, más traqueteo, y quién sabe, quién sabe si no es el aplauso sino la cosa aplaudida lo que en realidad te pone bueno el cuerpo.

Por todo esto y por otra saeta de motivos, me levanto. Tontamente confiada en que un primer aplauso desencadenará cientos de aplausos más, un poco librándome del aplauso del otro y del pánico que tengo a representarme. Aplaudo, aplaudo apasionadamente. Es un aplauso mío y nada más mío. Torpe sí, pero mío. Aislado sí, pero mío. Acumulado sí, y qué. Toda yo autopista dominguera sin-avisos-puentes-sorpresas. Más solida que nunca me devuelvo a la butaca. La gente y el conferencista han quedado boquiabiertos mirándome en la oscuridad. La misma oscuridad que me patenta como ser incógnito una vez fuera del edificio, mientras Raúl regresa a mi lado preguntándome en voz alta quién sería el estúpido que aplaudió el carraspeo del conferencista.

Entonces penetro la ciudad, disfrutando como nunca de mi propio, ingenuo y tibiecito anónimo.


En cuentafarsas, FUNDARTE, 2010.

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