35 MM, Ednodio Quintero


Ocurrió en los tiempos de la fiebre fotográfica. La Pentax, amiga del alma, me seguía a todas partes, conocía de memoria todos mis secretos. Difícil explicar la presencia de la mujer. Más difícil aún reconstruir los caminos que la llevaron a mi puerta. Prefiero no intentarlo. Por lo demás, ahora, ya no tiene importancia.
Con marcas de días lluviosos surcándole la cara, ella, sin atender a mis preguntas, atravesó la sala y se dejó caer en la silla de lona, junto a la ventana, clic. Después de un breve suspiro se desató la cabellera, encendió un cigarrillo y empezó a contar, de una manera por demás desordenada, fragmentos de un extraño viaje a través de una selva poblada de pájaros, raíces venenosas, chillidos de monos. Hablaba sin parar, y mis gritos por hacerle entender mis intenciones de fotografiarla rebotaban contra aquel muro de palabras. Mi petición era una fórmula hueca pues ya había accionado el disparador una docena de veces. Ella, sin interrumpirse, continuó contando detalles de su caminata por la orilla de un profundo río, clic, infestado de caimanes. De un salto se levantó de la silla y, con movimientos lentos, exquisitos, a menudo urgidos por el aguijón de otro recuerdo, comenzó a desnudarse, clic, clic, clic. Y yo, como un caballo herido, daba vueltas en la habitación, agotaba los ángulos, con ojos muy abiertos sobrevolaba aquel campo de flores de ceniza, colinas amarillas y ensenadas propicias para burlarse de la muerte. Mientras tanto, en algún lugar de la selva un tigre-relámpago cae suavemente sobre un colchón de hojas secas.
La mujer se despidió con un hasta luego –sin entonación- y antes de que sus pasos se confundieran con los ruidos de la calle ya me había convencido de que no la vería nunca más. Sentí náuseas, y en mi cuerpo el cansancio de un combate perdido. Permanecí de pie, mirando las paredes, escuchando música de campanas, grillos, rugidos de fieras. Así, hasta que una idea, quizá un presentimiento, me impulsó a correr en dirección al cuarto oscuro.
            Entre cortinas negras, ácidos y aguas de otro naufragio me di a la tarea de revelar las películas. Luego trabajé sin descanso en la copiadora. Y un rato después, las fotos regadas en el piso me mostraban pájaros de brillante plumaje, caimanes al atardecer, huellas recientes de un combate en la arena, un tigre-relámpago saltándome a los ojos.

                                                                                                                                                   
                                                                                                                                              En cabeza de cabra y otros cuentos, 1993

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