Amo la
basura, porque la poesía vive ya con la basura.
Amé el
aire de Chernobyl como amaré
las
vísceras blancas de la última ballena de Canadá.
Manuel Vilas
Mira qué grande como las avenidas
lamen los hocicos de los aeropuertos.
Mira esta ciudad de historia nueva, de
mujeres y hombres nuevos.
Dime si no es grande.
Caminamos junto a los edificios, les
rezamos,
les pedimos la eternidad, la chispa de
la locura. Les debemos
la espiral negra de los estacionamientos,
los cincuenta motores
que cada mañana nos elevan con sus
ladridos perfectos.
Mira qué grande. Cómo me gusta esta ciudad.
En San Francisco me
cansé de la misma sonrisa idiota
repetida en todos los rostros.
Nueva York es un espanto agotador,
un martilleo cruel en las costillas.
Ni en Buenos Aires, ni en Bogotá, ni
en Madrid,
vi árboles tan saludables.
Barcelona es un mito, una ciudad
simulada,
un pasillo de bohemios malnacidos que se ahogan en el
mar.
Yo amo el amor asesino de los
motorizados, los taxis piratas,
el temblor agridulce de los camiones
de basura a las 12 de la noche.
Amo el aire acondicionado de las salas
de espera
(su rumor de basso continuo),
el llanto áspero de los bebés,
el estruendo de los patios a la hora del almuerzo.
Amo las braguetas abiertas de los
mendigos en las ferias de comida,
el himno pastoso de la mugre,
las oficinas inflamadas y
transparentes cual supernovas
que nublan el vacío
como el halo amarillento
de los postes de luz.
Adoro el miedo
carburando en las aceras con su elasticidad
repentina en la
luz rota del amanecer.
Oh miedo, mi único proyecto,
mi última fiebre.
Leyendo a La Loca mientras espero
que termine de llover,
recuerdo a un viejo amigo que murió
apuñaleado
en la Semana Santa del año 2017. Pero
él mismo se lo buscó, sí señor,
por no saber lo que es un psicópata,
qué clase de carros manejan,
qué armas llevan con ellos todas las
noches,
qué son capaces de hacer si los miras
a los ojos,
qué significa si aceleran a todo dar.
Caracas, estoy detrás
de tus rodillas, con la joroba llena de dolor.
Yo era para ti. Acércate y calma mi
dolor, acaricia mi pelo.
Este es nuestro tiempo, pero te haces
vieja,
lo dicen todos mis amigos, mis amigos
derramados,
descuartizados por todo el planeta.
Mis amigos lejos de ti y de mi
corazón.
De mi supremo ojo saltan monedas, de
mi supremo amor
cae el peso de tus ruidos industriales. Eres
una autopista dorada, el mármol negro
de la aceleración.
Yo
soy tu órgano rojo.
Odio los amaneceres, odio la brisa y
la luz de la mañana,
su nitidez intacta que pretende burlarse
de mí.
Esta es mi lanza, esta es mi bicha
-digo como Arquíloco-,
apoyado
en ella bebo y con mis músculos desafío a los barcos.
Así espero
(esperamos) durante siglos
la llegada del fantasma
de Dios,
el más evolucionado
de todos los simios,
oh Cristo verde,
mutante resucitado que vendrá a incendiar
/ nuestra
ciudad
pero yo
le partiré la cara.
¿Qué cosa es la ciudad?, ¿nos interesa
a los poetas?
¿Habrá
ciudades después de la muerte?
¿El cerebro es como una ciudad?
Las paredes laten con
firmeza, se calientan.
El futuro es un pozo de negaciones,
una cifra escrita en la vigilia,
una vena que no brota... Estamos locos,
pesa el intestino bajo los ojos, pesa
la cáscara del desaliento.
El hastío nos revela el pulso concreto
de las cosas
y en el torpor de la noche comprendo
que soy varios poetas,
3.05 am, ahora entiendo
que soy
mis dedos poetas
mirando como yo hacia una pantalla
luminosa, bebiendo como yo,
masturbándose
como yo en la noche ciega de Caracas.
Mira
qué grande, qué bonito.
Bajo este cielo justo nos tumbamos,
estamos tumbados,
y en nuestras manos se hincha el
glande robusto de la felicidad.
En Revista
Poesía Nº153, 2011