La vieja no es ninguna
intelectual. Nunca la vi con un libro en las manos. Me reñía por pensar
demasiado las cosas, por mi insistencia en entrar a honduras innecesarias.
Feliz y orgullosa de ver a su muchacho mayor graduarse como economista y
esperando verlo entrar en una nueva etapa de trabajo, casamiento y familia, no
entendió su insistencia en seguir estudiando. Un máster. Un doctorado. “¿Y
hasta cuándo, pues?”, preguntaba con tono de cansancio. Pero la vieja es dueña
de una sabiduría convencional, de un entendimiento intuitivo de la cotidianidad
y de un sentido común tan armonioso y explicativo, que desarma a cualquiera.
A pesar de ser más bien
conservadora y tradicionalista, fue la única de sus tres hermanos que dejó la
casa de sus padres y la vida de su pueblo para ir a sacarse un título
universitario a la ciudad. No huía de nada, pero parece ser que la puyaba la
sospecha de que había un mundo más grande en el que quería participar. Mujer de
decisiones rápidas – y generalmente acertadas – antes de obtener oficialmente su
licenciatura en Relaciones Industriales, ya se había casado, había perdido a la
niña que gestó en su primer embarazo, y había tenido su primer hijo.
A la vieja le heredaron un
país roto. Si bien su infancia transcurrió en una Venezuela - según me cuentan
- de prosperidad y estabilidad, durante su adolescencia algo había comenzado a fracturarse.
Para el momento en que empezó a construir su propio hogar, la crisis había
sustituido al progreso como la manera de estar del país. Cuando su carajito
tenía dos años, Caracas explotó. Su segundo hijo, la niña deseada que
completaba la parejita, ya nació en la Venezuela post-Caracazo. A la vieja le
tocó bajarles la fiebre a sus niños una noche de febrero de principios del 90
mientras por televisión se veían tanquetas en la calle y militares con armas
donde sólo debía haber civiles. Supo entonces que a su familia tendría que
protegerla de amenazas que en su propia infancia no conoció. El trabajo de
madre se le redoblaba. El destino cabrón le subió la apuesta y ella puso el
resto sobre la mesa.
La vieja rompió otro
paradigma de su familia cuando se lanzó a lo que llaman el mercado laboral.
Pero la suerte decidió que sus primeros intentos dejando a los chamos en manos
de cuidadoras no muy profesionales se frustraran. Cuando su vecina y amiga le
comentó, preocupada, que aquella mujer a la que había contratado para cuidarle
a sus hijos maltrataba a la nena, la vieja montó en una cólera de la que salió
una decisión irrevocable: que ese título universitario que se había sudado
tanto quedaría para adornar las paredes de la casa y nada más. Desde entonces,
se dedicó a esa profesión en extinción que es ser ama de casa. Porque la vieja
es una mujer de prioridades claras.
De todas maneras, al viejo
no le iba mal. Bastante le aconsejaron a la vieja sus familiares y amigos, que
el médico que la cortejaba era mucho mejor partido que aquel pavito con pinta
de canalla que terminó convirtiéndose en su esposo. “A la hora de la chiquita”
- como dice ella – la vieja no cree en nadie cuando tiene algo claro. Una vez
más, probó estar en lo correcto. El viejo salió trabajador, echa’o pa’lante, y buen padre. Si bien
se mostró cobarde en algunos momentos claves, el viejo terminaba por responder,
por arrimar el hombro. Aquel gusto peligroso por el alcohol se le curó rápido
con la vida de hogar. Por fortuna para
él, la vieja no es rencorosa. Perdona, aunque nunca olvide.
Así, durante años, en la
casa nunca faltó nada. Hubo sus altibajos, como en toda familia. Cuando el
desempleo pegaba y las cosas se ponían color de hormiga, el viejo y la vieja
ponían un velo oscuro ante los ojos de los muchachos para que no se enteraran
de que la poquita carne y el poquito pollo que había en la casa eran para ellos
mientras los viejos comían arepa con mantequilla y queso rallado mañana, día y
noche. En los ratos malos aparecían las discusiones domésticas. Algún grito
subía las escaleras y se metía en los oídos de los muchachos. Pero no más que
eso. Los niños, seres egoístas por excelencia, no prestaban demasiada atención
a aquellas disputas y seguían usando su tiempo en pelear el uno con el otro (porque
si hay que admitir que hay algo que los viejos no lograron a pesar de sus
esfuerzos continuos, fue que sus carajitos se llevaran bien entre ellos). Los
muchachos siempre iban al mejor colegio que el bolsillo pudiera permitirse. Eso
implicaba que en las épocas buenas asistieran a los lugares más prestigiosos de
la ciudad, y en las épocas malas se tuvieran que apañar en el colegio – más
bien deficiente - que quedaba cerca de la casa. En las épocas buenas se
viajaba, siempre dentro del país. En las malas, se pintaba una improvisada
cancha de fútbol en la calle que quedaba frente a la casa y se pasaban las
vacaciones jugando allí, con los niños vecinos. En resumen, en aquella casa -
como en tantas otras – nunca sobró nada, pero tampoco faltó.
En la memoria de sus dos
muchachos, la vieja siempre aparece feliz. Es una mujer de carácter a la que de
cuando en cuando se le revuelven los apellidos, pero con sus hijos nunca tuvo
más que sonrisas y un afecto que entregaba de manera irracional, manejando con
maestría ese arte de la incondicionalidad que las madres instintivas conocen y
las madres de libo intentan replicar.
Si uno explora un poco en la
mente de la vieja y le pegunta si tiene alguna frustración, alguna cosa que
quiso hacer y no logró, ella le responde a uno sin pensarlo: me habría gustado
darles más a mis hijos. Yo lo sé porque se lo pregunté. Luego le dije que
estaba loca. Que si me hubiesen dado más, me habrían malcriado y ahora estaría
por allí exigiendo cosas que no vienen a cuento.
La vieja nunca tuvo
convicciones políticas muy firmes. Siempre votaba. Siempre veía las noticias.
Siempre se quejaba. Pero era una mujer mucho más preocupada por la patria
chiquita, la que existe de la puerta de la casa hacia adentro. Con el cambio de
siglo, apareció en televisión un hombre ofreciendo el sacudón que el país
necesitaba. Ella recordaba la cara de ese hombre. Lo había visto años atrás con
un uniforme militar y un rostro desazonado. Ahora aparecía vestido de civil,
sonriendo, moviendo los brazos y lanzando besos por las calles del país. La
vieja pensaba, como ese señor, que el país requería un sacudón, que había por
allí mucho bandido que se tenía merecido un jalón de orejas. Así que, junto con
toda su familia, incluido su esposo, pusieron su grano de arena para que aquel
hombre tuviera la oportunidad de hacer lo que decía. La primera vez en décadas
que la vieja tuvo un dolor de cabeza por causas políticas fue la noche de las
elecciones en que participaba aquel señor. Le preocupaba que los corruptos de
siempre le robaran la victoria con trampas y marramucias. Para su alivio, su
desasosiego fue en vano. Aquella noche celebró modestamente.
Cuando los muchachos ya
estaban más grandes, y ya el mayor estaba en la universidad, ella se lanzó a
trabajar de nuevo. Su esposo había quedado desempleado y la cosa se estaba
poniendo apretada. Mujer de refranes, siempre pensó que “al mal tiempo, buena cara” y que “dios aprieta, pero no ahorca”. Con sus cuarenta y tantos años encima (con la
edad de la vieja es mejor no ponerse demasiado preciso) se metió en el asunto
del mercado inmobiliario, del que no sabía ni
papa. No sin cierta heroicidad, y obligada por las circunstancias, se sentó
por primera vez frente a una computadora a teclear correos y buscar información
de casas que se vendían o alquilaban. La vieja, que durante años sólo se había
acercado a la computadora de la familia para limpiarla un poco y con miedo a
dañarla tocando un botón incorrecto, se abrió cuenta de correo electrónico,
Facebook y Skype. Ahora anda por allí explicándole cosas de informática al
viejo, que tiene más de una década usando esos aparatos.
En la casa empezaron a
cambiar los roles. El viejo, golpeado por la mala suerte, tuvo que empezar a
dominar el arte de los quehaceres domésticos para ayudar un poco a la vieja que
se convirtió, de repente, en la proveedora del hogar.
Pero fuera de las pequeñas
victorias domésticas, el país que la vieja había heredado se seguía rompiendo.
Aquel hombre que llegó con el cambio de siglo demostró en poco tiempo ser una
farsa. Y bueno, no era el primer mentiroso, el primer impostor que llegaba a
aquel inmueble que llamaban Miraflores para gobernar el país. Pero ella
recordaba que, hasta hacía no mucho, los presidentes duraban sólo cinco años,
después de los cuales tenían que irse dejando paso para que otro ilusionara -
¿por qué siempre en vano? – a la gente, se montara en el coroto por cinco años
y de nuevo empezara el ciclo de siempre, el ciclo de esperanza-desengaño que
parecía haber empezado en el comienzo de los tiempos y del cual parecía
imposible salir. El hecho es que este hombre, que se había aparecido en su
televisor por primera vez hacía más de una década usando un uniforme de
camuflaje selvático (en el medio de Caracas) y que ahora seguía apareciendo día
tras día en aquella pantalla (cada vez parecía más gordo), no se quedó sólo
cinco años. Los almanaques que en diciembre le regalaban en el abasto de los
chinos cada año y que ella colgaba en alguna pared de la cocina se sucedieron
uno tras otro tras otro, y aquel señor no desaparecía de su televisor.
La molestaba que aquel
hombre insultara con tanta impunidad. Ella, que gobernaba su propia nación de
cuatro personas, sabía que esa tarea no se podía cumplir apoyándose en rencores
y amenazas. La ofendía que la trataran de oligarca mientras no podía ni hacerle
las reparaciones al carro que necesitaba para su trabajo. Le dolía que su hijo
empezara a pensar que su futuro iba a tener que ir a buscárselo en otro país. “Otro
país” le sonaba muy lejos de ella, que nunca se había montado en un avión.
Pero ella se mantenía como
un muro de contención. La patria pequeña mantenía lo que se podía de alegría.
Sí, cada vez que su esposo le gritaba desde el cuarto “hay cadena otra vez”
ella ejercitaba su proverbial talento para los insultos, se cagaba en todo,
lamentaba el día en que había creído en aquel farsante, levantaba los brazos a
pedirle o reclamarle alguna cosa al dios en que nunca dejó de creer y con el
que tenía una relación tan personal. Pero luego se calmaba. Siempre se
encontraba una razón para volver a la jovialidad, alguna tontería de la que
reírse. Y así pasaba el tiempo.
Los muchachos se habían ido
de la casa. El viejo y ella empezaron a rediseñar la dinámica del hogar, que se
sentía tan grande y sola sin los carajitos. Ella siempre supo que esos días
llegarían, pero le resultó inevitable sentirse sorprendida y un poco desubicada
cuando finalmente ocurrió. Los primeros días se descubrió haciendo demasiada
comida para dos personas. Cuando no encontraba algo donde lo había dejado, el
instinto la llevó varias veces a tocar la puerta de los cuartos vacíos donde
habían dormido sus hijos durante años. Y se entristecía. Pero sabía que esa
nueva soledad era también una señal de victoria, era la consecuencia de que,
durante todos esos años, había estado haciendo las cosas bien. Los muchachos
estaban haciendo su propia vida, siguiendo un ejemplo que ella – a quien no le
gustaba tomar crédito por eso – les había dado. Además, los tiempos no estaban
para desfallecer. La lucha por la locha se ponía cada vez más dura.
A la vieja ya le costaba
reconocer a su país. Ella veía el mapa actual y era idéntico al que veía en los
libros de geografía de su escuela décadas atrás, y se quedaba pensando cómo
había podido cambiar tanto lo que estaba dentro de esas fronteras. Cada vez más
violencia, más zozobra, más fanatismo y radicalización. La vieja escuchaba las
historias de lo que pasaba en tal o cual calle de la ciudad y le parecía, con
razón, que las crónicas eran cada vez más sórdidas, que las entrañas de la
sociedad estaban cada vez más podridas, que la confianza era un lujo que ya
nadie se podía permitir en el país, que la indiferencia y la maldad habían
ganado la partida. Sentía que lo único sensato que se podía hacer era
atrincherarse con los suyos, reclamar una pequeña parcela de honestidad y
respeto y defenderla a sabiendas de que, tarde o temprano, vendrían a atacarla.
Pero ella sabía que esa no era una opción. Había que salir al mundo, soportar
lo mal que se veía y el terrible olor que despedía, y nadar contra la
corriente. ¿No era eso lo que le había tratado de enseñar a los muchachos
durante tanto tiempo? Así que todos los días se montaba en su carro, se
persignaba y salía a la calle, convencida de que la autenticidad de su esfuerzo
tenía un valor. Tenía que tener un valor.
Un día, la vieja se dio
cuenta de que llegaba la hora de entregarles el país a sus hijos, que ya era
más de ellos que de ella. Y también se dio cuenta de que tras tantos años de
lucha, y con la vejez aún lejos pero acercándose, no le sobraba nada y más bien
le empezaban a faltar algunas cosas. Y también se dio cuenta de que el país de
afuera, ese que se venía cayendo desde hacía tanto tiempo, se le había metido
en su casa, en su patria chica, y amenazaba con tumbársela. Ese día mi vieja me
llamó y la escuché triste, cansada y decepcionada.