Monólogo acerca del poder ilimitado de unos hombres sobre otros, Svetlana Alexievich. (Fragmento de Voces de Chernóbil. Crónica del futuro.)


Yo no soy del campo de las humanidades. Soy físico. Lo mío, por tanto, son los hechos, solo los hechos. 
Algún día se habrá de responder por Chernóbil. Llegará un día en que será necesario responder por todo esto, como por lo sucedido en el 37 . ¡Aunque sea dentro de cincuenta años! Por viejos que sean. Aunque hayan muerto. ¡Responderán de sus actos! ¡Son unos criminales! [Tras un silencio.]
Hay que conservar los hechos. ¡Que queden los hechos! Porque los pedirán.
Aquel día, el 26 de abril, yo estaba en Moscú. En un viaje de trabajo. Allí me enteré del accidente.
Llamo a Minsk al primer secretario del Comité Central de Belarús, Sliunkov; lo llamo una, dos, tres veces, y no me ponen con él. Doy con su ayudante (que me conoce bien): 
—Le llamo desde Moscú. Póngame con Sliunkov, he de darle una información urgente. ¡De un grave accidente! 
Llamo por los canales gubernamentales y, sin embargo, las líneas ya están bajo control. En cuanto empiezas a hablar sobre el accidente, el teléfono se corta al momento. ¡Vigilan, por supuesto! Te escuchan. Los órganos competentes, claro. Aquel Estado dentro del Estado. Y eso que con quien quiero hablar es con Sliunkov en persona, el primer secretario del Comité Central. 
¿Y yo, quién soy? Soy el director del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús. Profesor, miembro de la academia… Pero también a mí me controlan.
Necesito unas dos horas para que se ponga al aparato el propio Sliunkov. Le informo:
 —El accidente es serio. Según mis cálculos (yo ya había hablado con otras personas en Moscú y había hecho mis números), la columna radiactiva se mueve hacia nosotros. Hacia Belarús. Hace falta realizar inmediatamente una operación de profilaxis de yodo para la población y evacuar a todo el mundo que se encuentre cerca de la central. Hay que sacar a toda la población y a los animales en cien kilómetros a la redonda.
 —Ya me han informado —dice Sliunkov—. Ha habido un incendio, pero lo han apagado. 
Y yo, sin poderme contener: 
—¡Esto es un engaño! ¡Un engaño evidente! Cualquier físico le dirá que el grafito arde a unas cinco toneladas por hora. ¡Imagínese cuánto tiempo estará ardiendo! 
Tomo el primer tren a Minsk. Paso la noche en blanco. Por la mañana llego a casa. Le mido a mi hijo la tiroides: ¡180 microrroentgen a la hora! Entonces la tiroides era un dosímetro ideal.
 Se necesitaba yoduro de sodio. Yodo corriente. Para medio vaso de gelatina, de dos a tres gotas para los niños, y para un adulto, de tres a cuatro gotas. El reactor estuvo ardiendo diez días, diez días durante los cuales ya se debía haber hecho esto. ¡Pero nadie nos escuchaba! Ni a los científicos, ni a los médicos. La ciencia estaba al servicio de la política; la medicina, atrapada por la política. ¡Faltaría más! 
No hay que olvidar en qué atmósfera mental se producía todo aquello, qué éramos entonces, diez años atrás. Funcionaba el KGB; el control secreto. Se interferían las radios extranjeras. Mil tabúes, secretos políticos y militares. Instrucciones. Y por añadidura, todos estábamos educados en la idea de que el átomo soviético para la paz era tan poco peligroso como la turba o el carbón. Éramos unas personas prisioneras del miedo y de los prejuicios. En manos de la superstición. Pero los hechos, solo los hechos.
Aquel mismo día… el 27 de abril, decido viajar a la región de Gómel, fronteriza con Ucrania. A los centros de distrito Braguin, Jóiniki, Narovlia; desde allí hasta la central hay unas cuantas decenas de kilómetros. Había de conseguir una información completa. Llevarme los aparatos, medir el fondo. Y lo que es el fondo era el siguiente: en Braguin, 30 000 microrroentgen por hora; en Narovlia, 28.000. Y en aquella situación, las gentes del lugar estaban sembrando, arando. Se preparaban para la Pascua. Pintaban los huevos, cocían panes de Pascua.
 ¿Qué radiación? ¿Qué es esto? No nos ha llegado ninguna orden. De arriba nos piden informes: ¿Cómo marcha la siembra, a qué ritmo? 
Me miraban como a un loco: «Pero ¿de qué me habla, profesor?». Roentgen, microrroentgen… Como si les hablara un extraterrestre. 
Regresamos a Minsk. En la avenida central, por todas partes venden pastelillos, helados, carne picada, bollos. Bajo la nube radiactiva.
 29 de abril. Lo recuerdo todo con exactitud. Por fechas. A las ocho de la mañana ya me encuentro en la sala de espera de Sliunkov. Intento llegar como sea hasta él. Pero no me recibe. Y así hasta las cinco y media. A las cinco y media, del despacho de Sliunkov sale uno de nuestros poetas más famosos. Nos conocemos:
 —Hemos estado discutiendo con el camarada Sliunkov sobre los problemas de la cultura bielorrusa.
 —Pronto no quedará nadie para crear esta cultura —le replico sin poderme aguantar— ni para leer sus libros si ahora mismo no sacamos a la gente de la zona de Chernóbil. ¡Si no los salvamos!
 —¡Pero ¿qué dice usted?! Si ya lo han apagado todo. 
De todos modos, llego hasta Sliunkov. Le describo el cuadro que vi el día anterior. ¡Hay que salvar a la gente! En Ucrania (había llamado) ha empezado la evacuación. 
—¿Qué se proponen sus dosimetristas (los de mi instituto) corriendo por toda la ciudad, sembrando el pánico? Me he asesorado en Moscú, con el académico Ilín. La situación es normal. Se han mandado tropas, maquinaria militar, para cubrir la brecha. Y en la central está trabajando una comisión gubernamental. También la fiscalía. Allí aclararán el asunto. No conviene olvidar la guerra fría. Estamos rodeados de enemigos.
Sobre nuestra tierra ya se habían precipitado miles de toneladas de cesio, yodo, plomo, circonio, cadmio, berilio, boro, una cantidad incalculable de plutonio (en los reactores RBMK de uranio y grafito, en la versión de Chernóbil, se extraía plutonio estratégico, con el que se fabricaban las bombas atómicas). En total, 450 tipos de radionúclidos. El equivalente a 350 bombas como las que se lanzaron sobre Hiroshima. Se debía hablar de física. Y, en cambio, se hablaba de enemigos. Se buscaba al enemigo.
 Tarde o temprano, pero se habrá de responder por esto.
 «Un día se pondrá usted a buscar excusas —le replicaba yo a Sliunkov—, diciendo que no era más que un constructor de tractores (había sido director de una fábrica de tractores) y que no entendía nada de radiaciones; pero yo soy físico y sí tengo una idea de las consecuencias».
Pero ¿cómo puede ser? No se sabe qué profesor, no se sabe qué físicos, ¿y se atreven a dar lecciones al Comité Central? No, no eran una pandilla de criminales. Más bien nos encontramos ante una combinación letal de ignorancia y corporativismo. La piedra angular de su vida, sus hábitos adquiridos en el aparato eran: no te destaques. Di sí a todo. 
Justamente por entonces, a Sliunkov lo estaban promocionando para ir a Moscú, para un ascenso. ¡Esta es la cosa! Hubo de producirse, según me parece, una llamada de Moscú. De Gorbachov. En el sentido de que a ver qué hacéis, los bielorrusos, nada de sembrar el pánico. Ya sin vosotros, Occidente está armando un buen jaleo. 
Porque estas son las reglas del juego: si no satisfaces los deseos de tus superiores, no ascenderás en el cargo, no conseguirás tal viaje de descanso, tal dacha. Hay que caer bien. De haber seguido viviendo en el mismo sistema cerrado de antes, tras el telón de acero, la gente seguiría instalada hasta hoy pegada a la central. ¡La habrían declarado zona secreta! Tome los casos de Kishtim o de Semipalátinsk. 
Un país estalinista. Seguíamos siendo un país estalinista. 
En las instrucciones para situaciones de guerra nuclear se dice que, en caso de amenaza de un accidente nuclear o de un ataque nuclear, es necesario aplicar de forma inmediata una profilaxis a base de yodo a toda la población. ¡En caso de amenaza! ¿Y qué es lo que teníamos aquí? 3000 microrroentgen por hora. Pero lo que les preocupaba no era la gente, sino su poder. En un país donde lo importante no son los hombres sino el poder, la prioridad del Estado está fuera de toda duda. Y el valor de la vida humana se reduce a cero. 
¡Había modo de hacerlo! Nosotros proponíamos algunos. Sin grandes anuncios, sin generar pánico. Sencillamente con verter los preparados de yodo en los embalses de los que se extraía el agua potable, con añadirlos a la leche. Es verdad que se hubiera notado que el agua no tenía el mismo gusto, y la leche tampoco. En la ciudad se hallaban listos 700 kilos de preparado. Y allí se quedaron, en los almacenes. En las reservas secretas. 
Tenían más miedo de la ira que les podía llegar desde arriba que del átomo. Todo el mundo esperaba una llamada de teléfono, una orden. Pero no hacía nada por su cuenta. Se temía la responsabilidad personal.
Yo llevaba en mi cartera un dosímetro. ¿Para qué? No me dejaban pasar, estaban hartos de mí en los despachos de arriba. Yo, entonces, sacaba el dosímetro y lo acercaba a los tiroides de las secretarias, de los chóferes personales, sentados en las salas de espera. La gente se asustaba, pero esto a veces servía de ayuda: me dejaban pasar.
«Profesor, ¿qué hace usted poniéndose histérico? ¿O ahora resulta que solo usted se preocupa del pueblo bielorruso? De todos modos, de algo se han de morir las personas: del tabaco, en accidentes de tráfico o de un suicidio». 
Algunos se reían de los ucranianos. Mira cómo se arrastran de rodillas en el Kremlin, mendigando dinero, medicinas, aparatos de dosimetría (no había bastantes dosímetros), en cambio el nuestro (se referían a Sliunkov), en quince minutos informó de la situación: «Todo está en orden. Nos arreglaremos con nuestras propias fuerzas». Hasta alabaron su gesto: «¡Buena gente, los hermanos bielorrusos!». 
¿Cuántas vidas habrá costado esta alabanza? 
Dispongo de información de que ellos (las autoridades) sí que tomaban yodo. Cuando los exploró el personal de nuestro instituto, todos tenían la tiroides limpia. Algo imposible sin el yodo. También a sus hijos los sacaron a escondidas, lejos del desastre. Y cuando iban a visitar las zonas, ellos sí que llevaban máscaras, trajes especiales. Todos los medios que les faltaba a los demás. 
Hace ya tiempo que no es ningún secreto que en las afueras de Minsk se mantenía un rebaño especial de ganado. Cada res con su número y adscrita de manera individual. Personal. Campos especiales, invernaderos especiales. Un control especial. Y lo más repugnante. [ Tras un silencio .] Nadie ha respondido de esto.
 Dejaron de recibirme. De escucharme. Los inundaba de cartas. Con notas oficiales. Distribuía mapas, cifras. Los mandaba a todas las instancias. He reunido cuatro carpetas de 250 hojas cada una. 
Hechos, solo hechos. 
Por si acaso, hacía dos copias; una la guardaba en mi despacho del trabajo, y otra, en casa. Mi mujer lo escondió. ¿Por qué hacía copias? Tenemos memoria. Vivimos en un país que… Yo mismo cerraba mi despacho. Pues bien, llego de un viaje de trabajo, y las carpetas habían desaparecido. Las cuatro gruesas carpetas.
 Pero yo he crecido en Ucrania, mis abuelos eran cosacos. Y tengo un carácter cosaco. Seguí escribiendo. Interviniendo. ¡Había que salvar a la gente! ¡Evacuarlos con toda urgencia! Siempre de viaje de trabajo. Nuestro instituto compuso el primer mapa de las zonas «contaminadas». Todo el sur aparece en rojo. Todo el sur «ardía».
 Pero esto ya es historia. La historia de un crimen.
 Del instituto se llevaron todos los aparatos de control radiactivo. Los confiscaron. Sin explicación alguna. Me llamaban a casa amenazándome: «¡Deja de espantar a la gente, profesor! Que te vamos a mandar a donde Cristo dio las tres voces. ¿No lo adivinas? ¿Os habéis olvidado del pasado? ¡Pronto os habéis olvidado!». Presionaban a los trabajadores del instituto. Los amedrentaban. 
Escribía a Moscú. 
Me convoca Platónov, el presidente de nuestra academia:
 —El pueblo bielorruso algún día recordará tu labor, has hecho mucho por él; pero has hecho mal en escribir a Moscú. ¡Muy mal! Me exigen que te retire de tu cargo. ¿Para qué lo has hecho? ¿O es que no entiendes a quién te enfrentas? 
Yo tenía los mapas, las cifras. Ellos, en cambio, ¿qué tenían? Podían meterme en un psiquiátrico. Me amenazaron con hacerlo. Podía tener un accidente de automóvil. Me avisaron. Me podían colgar una causa penal. Por propaganda antisoviética. O por un cajón de clavos que el contable del instituto no hubiera anotado. 
Pues bien, me abrieron una causa criminal.
 Consiguieron lo que querían. Me dio un infarto. [ Calla .] 
Todo está en las carpetas… Hechos, cifras… Las cifras de un crimen. 
El primer año… Un millón de toneladas contaminadas se transformaron en pienso, pienso que se dio de comer al ganado (y su carne luego fue a parar a las mesas de los humanos). Las aves y los cerdos se alimentaron con huesos adobados con estroncio.
 Las aldeas se evacuaron, pero los campos se seguían sembrando. Según los datos de nuestro instituto, una tercera parte de los koljoses y de los sovjoses tenían tierras «contaminadas» con cesio-137, y a menudo el grado de contaminación superaba los 50 curios por kilómetro cuadrado. Ni hablar de obtener una producción limpia; en estas tierras ni siquiera se podía permanecer por largo tiempo. En muchas áreas se precipitó estroncio-90. 
En las aldeas, la gente se alimentaba de sus propios huertos, pero no se hacía ninguna comprobación. Nadie instruía a aquella gente, no se les enseñaba qué debían hacer. Ni siquiera existía un programa para ello. Se comprobaba solo lo que salía de la zona. Las partidas destinadas a Moscú… A Rusia.
 Comprobamos de manera selectiva el estado de salud de los niños en las aldeas. Varios miles de niños y niñas. Las criaturas tenían 1500, 2000, 3000 milirroentgen. Por encima de los 3000… Esas niñas… Ya no darán a luz a ningún niño. Tienen los genes marcados. 
Cuántos años han pasado y yo a veces me despierto y ya no me puedo dormir.
 Un tractor arando un campo… Le pregunto a un funcionario del Comité de Distrito del Partido que nos acompaña: 
—¿El tractorista está protegido al menos con una mascarilla? 
—No, trabajan sin respiradores. 
—¿Qué pasa, no os los han mandado? 
—¡Pues claro que los han mandado! Nos han mandado tantos que tendremos hasta el año dos mil. Pero no los hemos repartido. Cundiría el pánico. ¡Y todos saldrían corriendo! ¡Se largarían!
 —¡Se da cuenta de la barbaridad que está haciendo! 
—Para usted es fácil pensar de este modo, profesor. Si lo echan del trabajo, encontrará usted otro. Pero yo, ¿adónde me meto? 
¡Qué poder! ¡Un poder ilimitado de unos hombres sobre otros! Esto ya no es un engaño, sino una guerra contra personas inocentes. 
A lo largo del Prípiat vemos tiendas de campaña, familias enteras descansando. Se bañan, toman el sol. Estas personas no saben que desde hace varias semanas se están bañando y tomando el sol bajo una nube radiactiva. Estaba terminantemente prohibido hablar con ellos. Pero veo a unos niños… Me acerco y les explico. Asombro general. Me miran perplejos: «Entonces, ¿por qué la radio y la televisión no dicen nada de esto?». 
El funcionario que me acompaña… En nuestros viajes solía acompañarnos algún representante del poder local, del Comité de Distrito; este era el sistema… El tipo calla. Pero puedo adivinar por su cara qué sentimientos luchan en su fuero interno: ¿informar o no? ¡Porque, al mismo tiempo, también le da lástima la gente! Es una persona normal. Aunque yo no sé de qué lado se inclinará la balanza cuando regresemos. ¿Informará o no? Cada uno decidía por su cuenta, en un sentido o en otro. [ Calla durante un rato .] 
Seguimos siendo un país estalinista. Y viven en él hombres estalinistas.
 Recuerdo en Kíev… En la estación. Los convoyes se llevan uno tras otro a miles de niños espantados. Hombres y mujeres llorando. Entonces fue la primera vez que pensé: ¿a quién le hace falta una física así? ¿Una ciencia como esta? Si tan alto ha de ser el precio. Ahora se sabe. Se ha escrito. ¿A qué ritmo endiablado se construyó la central atómica de Chernóbil? Se construyó a la soviética. Los japoneses levantan instalaciones como estas en doce años, aquí lo hicimos en dos, tres años. La calidad y la seguridad de una instalación especial como aquella no se distinguía de la de un complejo agropecuario. ¡De una granja de aves! Cuando faltaba algo, hacían la vista gorda y lo sustituían por lo que tuvieran a mano. Así, el techo de la sala de máquinas se cubrió de alquitrán, que fue lo que estuvieron apagando los bomberos. ¿Y quién dirigía la central atómica? Entre los directivos no había ni un físico nuclear. Había ingenieros de energía, de turbinas, comisarios políticos, pero ni un especialista. Ni un físico. 
El hombre ha inventado una técnica para la que aún no está preparado. No está a su nivel. ¿Es posible darle una pistola a un niño? Nosotros somos unos niños locos. Pero esto son emociones y yo me prohíbo dejarme llevar por las emociones.
 La tierra… La tierra y el agua estaban llenos de radionúclidos, decenas de ellos. Hacían falta radioecólogos. Pero en Bielorrusia no los había, los trajeron de Moscú. En un tiempo, en nuestra Academia de Ciencias trabajó la profesora Cherkásova, una científica que se había dedicado a los problemas de las pequeñas dosis, a las irradiaciones internas. Cinco años antes de Chernóbil cerraron su laboratorio; en nuestro país no puede haber ninguna catástrofe. ¿Cómo se le ocurre? Las centrales atómicas soviéticas son las más avanzadas y las mejores del mundo. ¿Qué dosis pequeñas ni qué?… ¿Alimentos radiactivos?… Redujeron la plantilla del laboratorio y jubilaron a la profesora. Se colocó en el guardarropas de alguna parte, colgando abrigos.
 Y nadie ha respondido de nada. 
Pasados cinco años, el cáncer de tiroides creció treinta veces entre los niños. Se ha establecido el crecimiento de las lesiones congénitas de desarrollo, de las enfermedades renales, del corazón, de la diabetes infantil… 
Pasados diez años…, la duración media de la vida de los bielorrusos se redujo a los cincuenta-sesenta años. 
Yo creo en la historia…, en el juicio de la historia… Chernóbil no ha terminado, tan solo acaba de empezar.
VASILIBORÍSOVICH NESTERENKO, exdirector del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús

27 menos, Julie Hermoso


La casa queda frente a la tierra  baldía de los poetas de Oliveros, W.C. de ambulantes, guarida de ladrones; donde nació Fragolina.  No es que la Belano, alegre desahuciada,  haya tenido un origen semejante al de Jean-Baptiste, La Rana, Grenouille, sino que, para finales de siglo funcionaba allí una clínica. Para entonces hacía mucho que la zona había perdido su esplendor residencial y una variedad de comercios se disputaban el territorio. En esta fase tardía las demoliciones y nuevas construcciones son el destino manifiesto que la nostalgia ciega.
La imprenta se niega a desaparecer derribada bajo una aplanadora o el aguacero discontinuo que la hace pedazos a nuestro alrededor,  isla seca,  en medio del miedo, músicos acuáticos del Costa Concordia, ajenos al entusiasmo de los ilusos que no aceptan el final:  Hablando del suicidio y la melancolía. Desde el jardín de Kosinsky, ofreciendo cake con café a los autores, que no queremos envenenar y la misma suerte para los editores, que sí queremos liquidar.
La muerte a los veintisiete es un mito urbano, poblado de músicos celebres que sucumben en la fiesta: Brian Jones, ahogado en una piscina, Jimi Hendrix, asfixiado en su vómito combinado de  vino y somníferos. Janis Joplin, exceso de heroína,  Jim Morrison, insuficiencia cardíaca, Amy Winehouse, intoxicación etílica.
Entre los veintisiete y cualquier parte: Ernest Hemingway, escopetazo a la cabeza. Vincent Van Gogh, tiro al pecho. Virginia Wolf, ahogada en el río Ouse. Reinaldo Arenas, frente al mar. Tony Scott desde el puente Vincent Thomas y Robin Willians, ahorcado en su habitación.
Maikovsky fue suicidado de un balazo al corazón, dizque por los celos que Michel Foucault sentía de Frida.

Jerzy dejó una nota: "Me he ido a dormir por un rato mayor de lo habitual. Llamad Eternidad a ese rato".

La valla, Eduardo Liendo

Desde la tarde que me suspendieron la incomunicación y salí del calabozo para recibir en el patio un poco de sol y de brisa salobre, la valla adquirió su dimensión de reto.  Cuando regresé al calabozo ya me había penetrado la obsesión de la fuga. Mi corazón no estaba resignado a soportar la servidumbre del tiempo detenido. Por eso, el reto de la vida tenía la forma de esa cerca metálica, de no más de cinco metros de altura, enclavada en el patio de la prisión. Del otro lado se encontraba la continuidad del tiempo y la promesa de una libertad azarosa y mezquina. Era mi deber intentarlo. Cada vez que salía al patio durante esa hora vespertina, mi atención se fijaba en tratar de precisar cuál podía ser el punto más vulnerable de la valla, según la colocación del guardia (el puma) y el momento propicio para saltarla. Era una jugada que requería de tres elementos para ser perfecta: ingenio, velocidad y testículos. Para no considerar la acción descabellada, debía descartar también la mala suerte. Por ese motivo escogí, para intentarla, el día más beneficioso de mi calendario: el 17.

Entre mi propósito de fugarme (y seguramente el de otros prisioneros que caminaban pensativos por el patio) y su feliz consumación, se interponía la dura y atenta mirada del puma que siempre mantenía la subametralladora sin asegurador. Era un hombre en el que fácilmente se podían apreciar la fiereza y la rapidez de decisión. Por su aspecto físico resultaba un llamativo híbrido racial: una piel parda, curtida por el mucho sol, ojos grises de brillo metálico y el pelo marrón ensortijado

La única ocasión en que me aproximé con temeridad hasta la línea límite, marcada unos dos metros antes de la valla, se escuchó el seco y amenazador grito del puma: ¡alto! (supe por otros prisioneros más antiguos, que alguien al intentar saltarla, recibió una ráfaga en las piernas.) Después del incidente, hice algunos esfuerzos por cordializar con el guardián, tratando, de este modo, de ablandar su atención, pero el puma no permitía el diálogo ni siquiera a distancia. Estaba hecho para ese oficio, sin remordimientos. Lo máximo que obtuve de él, fue que un día de Navidad me lanzara un cigarrillo a los pies desde su puesto.
Durante cinco años mi plan de fuga se quedó en la audacia de lo imaginado. Por mi buena conducta fui transferido del calabozo a una celda colectiva, hasta que el almanaque puso fin a mi espera y obtuve la costosa libertad de forma legal y burocrática. Regresé así a esa normalidad calumniada que tanto despreciamos.

De nuevo el tiempo había recuperado su perdido sentido y mis reflejos comenzaron a adaptarse lentamente a la prisa de la ciudad. La memoria de los días inmóviles se fue desdibujando. Pero una noche, durante un sueño intranquilo, reapareció la valla con su reto. Al principio logré asimilarlo como uno de esos indeseables recuerdos que con mucho empeño logramos finalmente desgravar. Pero la misma visión comenzó a repetirse cada vez más intensa, hasta transformarse en un signo alarmante que surgía en cualquier situación. Eso me hizo detestar mi suerte: la libertad no era más que una simulación, porque yo había quedado prisionero de la valla y del miedo a saltarla.

Una mañana decidí visitar la prisión y solicité hablar con el puma (Plutarco Contreras era su nombre). Me recibió cordialmente y hasta mostró agrado cuando le dije que tenía una buena readaptación a la nueva vida, que me desempeñaba como vendedor de enciclopedias y estaba a punto de casarme. También a mí me sorprendió favorablemente no encontrar en sus ojos la antigua dureza. Volví a verlo en varias ocasiones y se estableció entre nosotros una relación amistosa. Una vez lo esperé hasta que terminó sus obligaciones, conversamos un rato y yo le ofrecí como regalo un llavero de plata con la cara de un puma. Antes de despedirme, con recelo le pedí un favor, él estuvo de acuerdo y comprensivo con mi solicitud.
Cuando entramos al patio, su mano descansaba con afecto sobre mi hombro. Después él se colocó en su sitio habitual de vigilancia, mientras yo (exactamente como lo había pensado durante años) me trepé por la valla metálica y salté hacia el otro lado del tiempo. Al caer, sentí una súbita liberación. Me di vuelta para despedirme, y apenas tuve tiempo de ver por un instante la terrible mirada del puma que me apuntaba con el arma.

Lo siento –dijo antes de disparar-, yo también esperé mucho tiempo esta oportunidad.   




Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad, Heberto Padilla.

Lo primero: optimista.
Lo segundo: atildado, comedido, obediente.
(Haber pasado todas las pruebas deportivas).
Y finalmente andar
como lo hace cada miembro:
un paso al frente, y
dos o tres atrás:
pero siempre aplaudiendo.



Densidad de las mesas, Roberto Martínez Bachrich

La memoria -se sabe- es un bosque terriblemente frondoso que esconde demasiados dragones. Y lo peor es que todos echan fuego por la boca. Pero yo ya no estoy dispuesto a desempolvar recuerdos buscando causas, aunque éstas aparezcan fulgurantes, siniestras y efímeras cada cierto tiempo. Acepto, reconozco y asumo, por tanto, no haber olvidado el hecho de que a mi madre la mató una mesa. Aspiraba la alfombra del comedor y se llevó con el hombro unoa de las patas del pesado y viejo mesón de caoba de mis bisabuelos. La mesa se desplomó y la aplastó. Fue espantoso ver a mi padre y a mi tío sacar el cadáver, ver sus muecas desconcertadas y el estigma de vivir abolidos por la absurda muerte tallado en sus facciones; pero estos hórridos detalles ahora no tienen ninguna importancia. Como tampoco tiene ninguna importancia el redescubrir cada mañana en el espejo la insolente cicatriz que surca todo el lado izquierdo de mi cara y que fue causada, también, por una mesa vil, tres años después de la muerte de mi madre.
El asunto es que llevo una semana teniendo pesadillas con mesas que me torturan e intentan asesinarme. El asunto es que no soporto la densidad de las mesas en éste, mi apartamento.
Cuando Pancha llegó esta mañana –después de un desaforado retraso-, le dije que dedicaríamos el día a botar las mesas. Ella me miró sorprendida durante unos quince segundos, luego me respondió con una heroica resignación que como yo mandara. Pancha tiene toda una vida trabajando con mi familia. Mi madre la contrató (casi podría decir que la adoptó) cuando apenas era una muchachita. Mucho después, cuando murió mi padre, Irene y yo “heredamos” a Pancha. Así que ha presenciado varias de “mis manías” (así las llamaba Irene) anteriores: las plantas, los televisores, los libros con tapas de cuero y qué sé yo cuántas más.  De allí que ya nada la sorprenda por un lapso mayor de quince segundos: Pancha también presenció mi divorcio y las crudas guerras entre Irene y yo los últimos meses del matrimonio. Esa era la época en que no podía dormir por culpa de las plantas dentro de la casa y en el balcón. Ese zumbido insoportable de las hojas mecidas por el viento me mantenía en vilo noches enteras y durante el día anulaba mi concentración por completo., prohibiéndome escribir los reportajes para Economía al día.  Siempre pensaba que sería feliz unas horas cuando iba a las reuniones de la revista, pero mi desilusión era universal al pisar la oficina y ver que había matas de plástico en cada rincón, y que el aire acondicionado también movía sus hojas, y que el sonido artificial era mucho peor que el natural.
Una mañana Irene se despertó y se dio cuenta de que había tirado todas sus matas por el balcón (Pancha me ayudó: en el fondo le hacían gracia “mis manías”, y le ahorraban trabajo). Nunca la vi tan furiosa. Me dijo todas las groserías e insultos que había aprendido en sus cuarenta años. Me cacheteó, me golpeó, me pateó y cuando se enteró de que Pancha me había ayudado, la despidió sin pensarlo dos veces. Yo aceptaba sus cañazos e improperios callado e inmóvil. Comprendía su rabia (las plantas siempre han sido su pasión), aunque me dolía que ella no lo entendiera: definitivamente yo no podía seguir viviendo con ese ruido, la cuestión no era tan simple como una “manía” que se puede anular y olvidar con pastillas, era un asunto vital y una elección decisiva: las plantas o yo. Pancha observaba con cara de tragedia desde la cocina – cuando llegaron la conserje y el presidente de la junta de  condominio al apartamento. Tenían caras de hienas en celo y con mal de rabia. Exigían una explicación convincente respecto a los porrones rotos y las matas en la calle, o tendrían que echarnos del edificio. El apartamento aún era alquilado. Irene les dijo que me preguntaran a mí, y que a ella no la iban a botar de ningún edificio porque se iba solita, ahora mismo. Irene se fue al cuarto y yo les expliqué que había sido una pelea terrible, cosas de pareja, y que no se repetiría, se los aseguro, mientras mandaba a Pancha a recoger el desastre abajo. La conserje arguyó con su voz de limón podrido –el presidente de la junta era otro en aquel entonces- que lo mismo había dicho cuando cayeron los dos televisores en la calle. Pedí disculpas un millón de veces y juré que nuca más pasaría nada por el estilo. Mientras tanto Irene salió con sus maletas y me dijo que quería el divorcio. Cuando se cerraron las puertas del ascensor miré a la conserje y al presidente con las cejas en el tope de la frente: ellos entendieron que, si el divorcio era un hecho, hasta ese día llegaban las peleas terribles y la lluvia de matas y televisores. Cuando cerré la puerta encontré los ojos de Pancha abiertos y llorosos como dos inmensos lagos de barro. Me preguntó si realmente estaba despedida y le aseguré que no, que Irene ya no vivía aquí.
Pensé que la ausencia de Irene se me haría terrible pero b fue así. En un par de semanas hasta me parecía extraño haber estado casado con ella quince años. Claro, durante esos días pasaron varias cosas interesantes. El periódico más importante del país me ofreció una columna diaria en sus páginas de economía. Aunque podía escribir lo que se me viniera en gana, era un trabajo duro, pues había que entregar dos cuartillas diarias de domingo a viernes; pero el pago era jugosísimo y, en el fondo, resultaría mucho mejor que los trabajos por encargo de Economía al día. Por otro lado, nunca tendría que ir hasta el periódico (mandaría los artículos por fax) y no me calaría ya las aburridas reuniones de la revista, ni sus matas plásticas. Además, la administradora me informó que mi contrato de alquiler se acaba pronto y que el apartamento se pondría en venta. Renuncié a la revista y con la liquidación y un crédito en el banco pagué la inicial del apartamento.   
Pero no quiero alejarme de las mesas, aunque parezca inevitable: es lógico evadir a los monstruos, es natural no querer hablar de ellos, no respirarlos. Hay que sobreponerse a ver si se logra algún exorcismo. Lo de las mesas, pues, empezó como una inofensiva amenaza onírica. Sin embargo, noche a noche la amenaza se iba tornando más y más temible. Soñaba (pesadillaba, quiero decir) con mesas de madera, hierro, plástico o vidrio. Cuadradas, redondas, rectangulares u ovoidales. Blancas, marrones, verdes, transparentes, en fin… con toda la gama y variedad de mesas existentes e inexistentes (hasta llegué a soñar con una mesa sin patas que se desplazaba por todo el apartamento girando sobre sí misma, y que en realidad parecía  una gigante sierra eléctrica cuyo único propósito era decapitarme). Las torturas a que me sometían las mesas eran tan variadas como ellas mismas, pero sin duda alguna las más crueles eran las de las mesas de madera.
Mi bisabuelo era carpintero y se ganaba la vida haciendo, fundamentalmente, mesas. Quizás esas mesas no querían ser mesas. Quizás querían ser sillas o juguetes o tallas. Quizá solo querían permanecer como madera, e incluso nunca dejar de ser parte de los troncos de los árboles. Ahora se vengaban de todo esto en mí. Pero yo no tenía culpa de nada.
Decidí ir al psiquiatra. Irene, mientras fue mi esposa, siempre me lo sugirió. Incluso cuando lo de los televisores hasta llegó a exigírmelo. Nunca quise ir. Nunca he creído en los loqueros. Además, Irene me fastidió tanto que aunque hubiese querido ir no lo hubiera hecho para no darle el gusto. Pero esta vez accedí, quizá porque Irene nunca se enteraría. Y, como era de esperarse, fue terrible.
El consultorio del viejo en cuestión estaba plagado de mesas. Mesas, mesitas, mesones. No me atreví a preguntarle por qué tenía tantas. Pero cuando le conté –a grandes rasgos- lo que las mesas querían hacerme, comprendió que yo no volvería a ese consultorio y que deberíamos vernos en otra parte. Habló, sin embargo, de probar una terapia de invasión y me explicó en qué consistía. Le respondí con un no rotundo y me recetó unas pastillas para que durmiera bien. Acordamos que lo llamaría para vernos en algún parque o terreno baldío sin mesas de por medio. Pero no lo llamé más. Algo dentro de mí me aseguraba que no llegaría a ninguna parte con la ayuda de aquel anciano barbudo. Debía vencer a las mesas solo. Además, las pastillas sólo lograron extender la longitud y crueldad de mis pesadillas. En vez de despertarme a tiempo para que las mesas no me asesinaran, dormía de doce a catorce horas. Y cualquiera puede imaginarse lo que unas mesas sedientas de sangre hacen con uno en ese tiempo. Me mataban, me remataban y me volvían a matar. Me descuartizaban, me estrangulaban, me aplastaban. Me sacaban los ojos con las patas y me desfiguraban el rostro. Me lanzaban platos y vasos (si eran mesas de cocina), lámparas y portarretratos (si eran mesitas de noche) y pues mejor ni hablar de los inmensos mesones de comedores industriales y fábricas diversas. Usé las pastillas una sola noche. Cuando me levanté (mi pijama estaba desgarrado, las sábanas en el suelo y la almohada destrozada), lo primero que hice fue tirar los somníferos por el balcón.
Cuando llegó Pancha le dije que hiciera muchísimo café bien oscuro (estaba decidido a no dormir más) y que encerraríamos todas las mesas en el balcón (aún no me decidía a tirarlas, para evitar problemas con la conserje y la junta). Cuando comenzamos a mover las mesas se me bajó la tensión: algo me impedía tocarlas, me producían asco y pánico a la vez. Se me cortaba la respiración frente a ellas. No lo resistí. Le pedí a Pancha que lo hiciera ella sola, que yo no podía, y me fui a escribir mi columna (tenía dos días de retraso). Encendí la computadora y permanecí durante horas perdido en el azul fluorescente de la pantalla. Algo me impedía escribir. Todos los problemas económicos del mundo se quedaban ahogados en el fondo de mi cerebro ante la presencia de un ente maligno en esa habitación. Algo como una mesa invisible me endosaba un puñal en el pescuezo. Y así no se puede trabajar. Di vueltas por todo el apartamento intentando resolver el lío con la mesa metafísica. Pero apenas volvía frente a la computadora, el aire se me hacía pesado, algo impalpable parecía hacerse voluminoso y asfixiante. Entonces, en una revelación feroz y erizado desde las uñas de los pies hasta el aura, descubrí que debajo de la computadora se escondía, maligno y burlón, el escritorio. Los escritorios no son sino espías enviados por las mesas: se esconden y se disfrazan con dulces intenciones escolares u oficinescas, y en ese sentido son hasta más peligrosos que sus madres políticas. Cuando el peligro está a la vista, uno, ya avisado, sabe a qué atenerse. Pero cuando se enmascara y permanece oculto y acechante, la daga viene sin señales y casi siempre es fatal.
Corrí fuera del cuarto mientras buscaba a gritos a Pancha. Le expliqué que debía sacar el escritorio de la habitación lo más pronto posible. Que me pusiera la computadora en el piso y con cuidado. Pancha, sudando como una tetera por el pesado trabajo que le había tocado, aceptó, sin embargo, sumisa.
Pero aquello no sirvió d mucho. Ya de noche, tirado en la alfombra estaba frente a la computadora aún mudo de ideas para la columna. Y me llamó el director de la página a ver qué demonios me pasaba, eso no podía seguir así, o me avispaba o tendrían que buscarse a otro. Entendí que la presencia de las mesas en mi apartamento, aunque estuvieran a treinta metros de mí, trancadas en el balcón, no me dejaría vivir en paz. Y pasé una noche terrible, sin dormir un solo minuto, tomando café y ron y té y guaraná, esperando la luz del sol y la llegada de Pancha para tirar las mesas por el balcón.
Las ojeras me llegaban hasta el suelo, Pancha lo notó. Y su sorpresa de quince segundos después de la orden, fue seguida de una curiosa petición (quince minutos después): en vista de que yo iba a botar las mesas por qué no la dejaba llamar a su hijo y ellos las sacaban , decentemente, por las escaleras, y se las llevaban a su casa para usarlas o venderlas. Me quedé mudo unos minutos y una guerra de ideas confusas levantó una humareda en mi cabeza. Luego me decidí y le dije a Pancha que aquello no era posible. Que en tantos años de trabajo yo le había tomado un afecto especial y que no pondría en peligro su vida y la de su hijo por unas mesas.
- Esas mesas son malvadas, Pancha. No tienes idea de cuánto.
A ella no le agradó demasiado mi respuesta (se lo vi en la mueca de rana comiendo yogur, en los labios ondulados como una tocineta en la sartén, en la mirada descosiendo los bordes de la alfombra), pero, como siempre, no discutió.
Esta vez tuve que ayudarla. Levantar las mesas para echarlas balcón abajo era demasiado para ella sola. Fue verdaderamente espantoso el contacto físico con las mesas: mis brazos tocándolas, su peso y la maligna densidad que transmitían a mi cuerpo al levantarlas. Pero al mismo tiempo fue un placer inenarrable verlas caer y estallar en la calle: ser espectador de los últimos segundos de vida de las malditas mesas, despedazándose contra el asfalto una a una, dejándome por fin en paz. Abajo comenzó a formarse un círculo de curiosos y, en cuestión de minutos, la conserje y el presidente de la junta (el nuevo) tocaban puntuales y amargados mi timbre. Abrí la puerta y no los dejé hablar. No estaba dispuesto a tolerar que nadie arruinara mi reciente felicidad. Les dije que por si no lo sabían ya el apartamento era mío. Estaba pago. Se había acabado el alquiler y el yugo terrible de sus normas impías. Les cerré la puerta en sus narices y volví al balcón. El tumulto había crecido. Pancha me miraba confundida y no decía nada. Volví a la computadora con ideas claras de los cuatro artículos que iba a escribir, la encendí y me puse dedos al teclado. Pero no pude.
No.
No puedo.
Mis dedos se han empezado a poner marrones, apenas unos centímetros más allá de la base de las unas, pero marrones, como si… como si fueran de madera. Voy al baño de inmediato y me lavo, me enjabono, me restriego con el cepillo y la piedra pómez; pero la madera sigue creciendo y abarca ya mis manos completas. Los dedos parecen haberse fundido en una sola mesa cuya forma no es difícil de adivinar: es la pata de una mesa. Me quito los zapatos y me doy cuenta de que el mismo proceso está ocurriendo en mis pies.
Sudo.
Tiemblo.
Fue el contacto. No debí tocarlas. Corro a la cocina y busco un cuchillo grande para detener la carrera violenta de la madera en mi piel. Me acuerdo de los implementos de jardinería de Irene y vuelo en busca de una escardilla, un pico, lo que sea para cortar la madera. Al abrir el escaparate me hiela la respiración descubrir que Irene se llevó todos sus… casi todos. Al fondo, bajo unas mantas, un brillo rojizo y plateado llama a mi pata, digo, a mi mano. Vuelvo al balcón para no llenar de aserrín las alfombras. Sostengo el hacha con una pata y golpeo con fuerza la otra. Mi grito trae a Pancha en un amén. Me siento desmayado. Pancha se aproxima con cara de horror y se llena las manos de aserrín. Mueve su boca de un lado a otro, parece querer decir algo, pero nada oigo. Sólo un profundo silencio. Un silencio de madera. Trato de incorporarme y le pido a Pancha que me ampute las otras tres patas. El dolor en el brazo es hondo, pero seco, fútil. Quizá no duela tanto a un árbol el corte. ¿Por qué, entonces, la venganza de las mesas? Pancha se aleja de mí con una expresión atroz. Esta vez su sorpresa no dura quince segundos. Se estira, se expande. El silencio de madera aturde y le repito a Pancha mi petición, esta vez con una voz que calculo ronca, grave, molesta. Ella comienza a llorar y sus ojos, dos inmensos lagos de barro.
No.
No son lagos.
Son redondos, sí; marrones, sí. Son mesas. Me arrastro por el balcón alejándome de Pancha y me doy cuenta de que buena parte de mi cuerpo se ha convertido ya en madera. Pancha avanza hacia mí con sus dos mesas en la cara y no me queda más remedio que decidirme a ejecutar lo que debí hace mucho.
Yo no me convertiré en mesa. Moriré mientras aún queda algo de sangre y piel en mí.
Me subo a la baranda del balcón y veo que Pancha ya corre y casi me alcanza. Me dejo caer. El viento golpea con violencia mi rostro. Hasta el último momento de mi vida resulta desgraciado. Abajo me esperan todas las mesas con sus horribles sonrisas cariadas de aserrín. Arriba-y es mi última mirada antes de convertirme en un montón de filamentos arbóreos reventados- veo a la que alguna vez fue Pancha. Pero no es Pancha ya. Pancha, toda ella, se ha convertido en un espantoso mesón de caoba. El mismo, quizá, que mató a mi madre.

En Las guerras íntimas


La viveza Criolla. Destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor, José Ignacio Cabrujas

Conferencia dictada el 12 de enero de 1995 en el ciclo La cultura del trabajo, organizado por la Fundación Sivensa en el Ateneo de Caracas entre setiembre de 1994 y abril de 1995. Publicado con autorización de Sivensa. La publicación en papel: La cultura del trabajo, Caracas: Cátedra Fundación Sivensa-Ateneo de Caracas, 1996.
Francis Bacon decía que no hay peor cosa que considerar sabios a los pícaros. Latinoámerica, Venezuela, el Caribe, han tenido siempre la necesidad de mirarse a así mismos, de expresarse en un ícono. Los pueblos tienen una noción de sí mismos y gustan mucho de concretar esa noción, esa apariencia que los pueblos arrastran a lo largo de siglos, de sí mismos, concretarlo en maneras, en personajes, en actitudes, en leyendas, en mitos.
Los venezolanos no somos una excepción al respecto. Quien tipifica, quien estereotipiza a un hombre mexicano, inmediatamente cae en la fatalidad de atribuirle los conceptos que pertenecen, de una manera específica, al ser de los mexicanos; la machura, el patriotismo excesivo, el nacionalismo delirante, pero cuando a México lo ven otros pueblos del mundo, lo ven como el ratoncillo de la Warner Bros, ágiles, astutos, pícaros, siesta, haraganería, flojera. Una imagen viene de un lado y otra imagen la genera un pueblo de sí mismo.
Los venezolanos hemos generado muchos mitos en relación a nosotros mismos, porque los venezolanos somos admiradores de los mitos, porque no entendemos nuestra historia. Como ni siquiera la conocemos, nos hemos visto obligados a sustituir la historia por la mitología, que fue los mismo que le pasó a los griegos, que tampoco conocían su historia, aunque por razones muy distintas. Los venezolanos tenemos mitos, en los cuales creemos tanto que los convertimos en actos de fe. Creemos, por ejemplo, que las caraotas tienen hierro; las caraotas no sólo no tienen hierro, sino que poseen una cubierta que tiene la particularidad de aislar el poquito hierro que podamos ingerir y que además lo elimina, pero no hay manera de convencer al venezolano que las caraotas no tienen hierro.
Así como creemos en el hierro de las caraotas, creemos que somos un pueblo vivo en el sentido de astutos, de pícaros, de una gran destreza y de una gran habilidad. Hemos asociado la palabra vida, palabra hermosa, y la llegamos a confundir con viveza, pensamos que estar vivos es hacer una picardía, decir que una persona es viva o está viva es porque está en algo, está haciendo algo. Nuestra historia niega eso, ¿cuándo fuimos vivos?, ¿qué hicimos para merecer ese calificativo? Basta ver el país, ¿dónde está la vivezas de un país que despilfarró 250 mil millones de dólares en veintitantos años?, ¿cuál es la viveza de un país que se encuentra en este atolladero gigantesco, después de despilfarrar una de las más colosales fortunas que se pueda alguien imaginar?, ¿cómo entender que el Presidente nos diga a cada rato que esta es la peor crisis financiera que pueblo alguno haya vivido desde que en Génova, en 1604, se inventaron los bancos? Nunca, hasta el día de hoy, un pueblo de la Tierra ha vivido una crisis financiera como esta, peor que el crack del 29, peor que el crack alemán. La peor crisis financiera en relación al dinero y población y, sin embargo, tenemos que vivirla. Un país que no ha logrado resolver un enigma, un país que le entran 15 mil millones de dólares y tiene 20 millones de habitantes, ¿por qué este país tiene la crisis que tiene?, no le cabe en la cabeza a nadie, ¿cómo pueden considerarse vivos, astutos, hábiles a los ciudadanos que viven en este país?
Toda América Latina podrá contar su historia de muchas maneras, heroica, abnegada, hermosa, pero astuta nunca. La América Latina no es astuta, bastará leer el panfleto escrito por el uruguayo Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, donde se narra el aterrador despojo que este continente vivió desde la época de la conquista, es un despojo indignante, pero es el despojo de los tontos, quien así se comportó, quien admitió que el Potosí, que era un cerro de oro, fuese trasladado en bloques de oro a Sevilla, no es un pueblo astuto.
Venezuela, en ese sentido, es un pueblo especial dentro de nuestro continente, es un país que no ha tenido la conciencia de su propia historia, es un país en gestación. Venezuela es un país no posesionado, nadie en el mundo sabe qué quiere Venezuela, qué proyectos, qué ambiciones, qué deseamos. Una vez un diplomático mexicano dijo que entenderse con Venezuela era lo más difícil del mundo, porque uno se entiende con un alemán, porque sabe lo que quiere, lo que busca, en qué anda; Venezuela ni quiere, ni busca, ni anda. Su conducta en los organismos internacionales es incoherente; no refleja un plan nacional, un desarrollo. Venezuela no se ha inaugurado; su capital, Caracas, tampoco. Es una ciudad sin visión, sin recuerdos, ni nada que la caracterice, es un campamento. Venezuela toda es un campamento y además tiene una cultura de campamento. Aquí hemos afrontado siempre el dilema de que lo que somos, lo que nos ocurre, nuestro comportamiento, nuestro ser histórico no se corresponde con nuestros libros, con nuestro verbo, con nuestra palabra, con nuestras instituciones, con nuestras leyes y códigos. Hay una enorme diferencia entre la realidad y la fijación de un marco cultural en el país. Las leyes que tenemos no son nuestras; es mentira que el Derecho Penal castigue la criminalidad, el comercio en Venezuela no tiene nada que ver con el Código de Comercio, es mentira, sobre todo que la Constitución exprese el proyecto de una nación, sus deseos más profundos.
Venezuela no es un país que haya creado sus leyes, quizás porque las leyes que debería crear, deberían ser reglamentos, más que leyes, como los que existen en los cuartos de hotel.
El 27 de febrero Venezuela vivió un colapso ético, que dejó estupefactas a muchas personas, fue una explosión sobre la cual no se ha escrito hondo, amerita un análisis, es una explosión que se traduce en un saqueo, pero no es un saqueo revolucionario, no hay una consigna, es un saqueo dramático, las personas asaltaron locales en medio de una delirante alegría, no hay tragedia, al iniciarse el proceso. A mí me quedó la imagen de un caraqueño alegre cargando media res en su hombro, pero no era un tipo famélico buscando el pan, era un "jodedor" venezolano, aquella cara sonriente llevando media res se corresponde con una ética muy particular; si el Presidente es un ladrón, yo también; si el Estado miente, yo también; si el poder en Venezuela es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley me impide que yo entre en la carnicería y me lleve media res? ¿Es viveza? No, es drama, es un gran conflicto humano, es una gran ceremonia. Ese día de juego que termina en un desenlace monstruoso, cruel, la carcajada termina en sangre, es el día más venezolano que he vivido, nunca había sido tan interpretado por nuestra historia, por lo que nos está ocurriendo, es el día que fuimos sublimes y perversos como lo fuimos en buena parte de nuestra historia. Nuestros íconos históricos nos anuncian siempre ese dilema.
Hablábamos antes de las instituciones, leyes y códigos que no nos expresan, pero examinemos qué hemos hecho con nuestros recuerdos históricos. La palabra historia da terror aplicada al país, porque eso exige un reto, exige unos historiadores y no termina de aparecer esa palabra.
Es cierto que existen hombres que se han dedicado a coleccionar nuestra memoria, pero dentro de esos íconos tenemos las dos caras, una que el país exceptúa de sí mismo: Bolívar.
Bolívar es venezolano sólo en el sentido paradójico que pudiese tener la palabra, nuestra paradoja; es venezolano en la medida que no es venezolano, en la medida en que no se comporta, en que no se predica en torno a Bolívar las características que nos hemos atribuido a nosotros mismos como pueblo, ciertas o falsas.
El Libertador es sublime, nadie lo describe como astuto, como pícaro, se pondera su inteligencia, su talento, su genio, es un ícono moral, es un hombre sublime, enfrenta la vida y los venezolanos amamos contar esa historia, enfrenta su vida con pasión, con sentimiento, con fuerza, es una persona de la cual esperamos siempre que la historia nos confirme gestos de un inmenso poder moral, por eso lo hemos exceptuado, hemos llegado a ese convenio, nadie sabe cómo fue Bolívar, pero hemos llegado al convenio social de colocarlo como un paradigma, es nuestra única atadura con lo sublime y lo elevado.
Frente a él, la otra figura: Páez. Este sí, el pícaro, el astuto, el mediocre, el incapaz de ponderar un sueño; nuestra historia encierra una tragedia o nos gusta contarla de una manera trágica. Era la historia que soñaba con un ideal: la Gran Colombia, un ideal inobjetable, un delirio, cinco grandes países unidos, un sueño de grandeza. ¿Lo destruyó quién? Un venezolano integral: Páez. El que somos, el que dijo que no, no, porque no sirve, no, porque no se adecúa; no, porque no es real.
La carta que unos comerciantes de Naguanagua le dirigieron al general Páez y que éste exhibió como documento, es una carta venezolana, completa. Decía algo así: "Estimado general Páez, nos parece que el proyecto del General Bolívar es un disparate, hemos luchado abnegadamente por superar la colonia española, el poder español, nos hemos matado en los campos de batalla, por no pagar impuestos a los españoles, y qué, ¿vamos a pagar impuestos a los colombianos?, no". Esta es la razón por la cual se desmoronó un sueño sublime, porque los comerciantes de Venezuela entera, decidieron que pagarle impuestos al gobierno de Santa Fe de Bogotá era un crimen y algo antivenezolano.
Esto es el punto en que lo sublime queda y la picardía empieza, la astucia, frente al pasado Bolívar, al del sueño complejo, alambicado, difícil, de enorme empresa de envergadura, surge la trampa, el costado, la manera, el meandro, la forma de llegar, de no perder... Esto es gran parte de nuestra historia.
Nicanor Bolet Peraza, escritor costumbrista, escribió un relato olvidado, dedicado a un teatro que funcionó en la Caracas de 1800, llamado el Teatro de Madereros. Cuenta que en ese teatro se escenificaba todas las Semanas Santa, la Pasión de Cristo y estaba hecha por actores venezolanos y era un espectáculo cómico. A ningún pueblo se le ha ocurrido contar la pasión de Cristo de una forma cómica, ya que la Pasión de Cristo no debería hacer reír a nadie, pero a los caraqueños les causaba risa. Bolet Peraza analizaba esto y se preguntaba si no sería que los caraqueños eran unos blasfemos, unos irreligiosos, pero no era eso, no era que la gente se reía en sí de Cristo, ni de la Virgen, la gente caraqueña se reía de que un actor venezolano hiciera el papel de Cristo, es decir, les producía risa que un local, un coterráneo, interpretara tan sublime papel. Quizás si lo hubiese interpretado un actor español, o un sueco, no hubiese causado tanta gracia.
Bolet Peraza nos alertaba que a lo largo de nuestra historia, nos ha sido vedado lo sublime, el sentimiento trágico. El venezolano no asume la tragedia, porque la tragedia expresa una fe del hombre en sí mismo. Quien escribe Antígona, quien escribe Edipo Rey, vale decir el gran poeta Sófocles, Eurípides, Esquilo, que se asume a sí mismo como trágico, está enamorado, está orgulloso de la cultura griega. Esa pasión tenía un motivo; años atrás los griegos habían derrotado a los persas en Salamina; la sociedad griega fue sacudida por una emocionalidad histórica, así la historia de Edipo Rey puede ser contada por un pueblo que cree en sí, que se asume. Así, el país que habitamos, su naturaleza escénica, sus imágenes, lo que ha creado como imagen es una picardía, un acto de sátira de sí mismo, así nos llamamos un país de humor, a veces de buen humor y otras de mal humor.
Hay otro elemento que viene a expresar este vacío de nosotros mismos como cultura: el sentimiento criollo es la cultura española. La cultura española tiene una manera de conducirse muy particular, es una cultura que sólo concibe al hombre que triunfa, y aquí nos aproximamos al trabajo. Lo concibe como un genio y no como un hombre de segunda, como solía decir Benito Pérez Galdós, no cree en el ciudadano común, no hay manera que un hombre español se exprese en su visión de sí mismo como el hombre común; utiliza lo folclórico, lo costumbrista, pero a la hora de entrar a describirse como una nación, elige siempre su cúspide. La pintura española es la mejor del mundo, después de Velázquez, Goya, Picasso, no hay nadie más. No hay segundos pintores en España.
William Somerset Maugham, el gran novelista inglés, decía: yo soy el escritor secundario más importante del mundo. No suena latino, no suena español.
¿Somos vivos entonces cuando afrontamos nuestra relación con la sociedad? No, no lo demuestra nuestra historia. Somos hábiles, somos diestros, irreverentes en alguna parte, en muchas somos borregos, pero tenemos una manera que lo hace irreconocible, una manera de relacionarnos con el objeto, de sacarle provecho al objeto, sin entender el objeto.
Nuestro gran dilema histórico y existencial es que lo que constituye nuestra vida no tiene relación con nuestra cultura, nadie sabe cómo funciona un televisor, pero nos mostramos displicentes frente a un aparato. Somos hábiles a la hora de asumir la funcionalidad, en donde encontramos un grave problema y un gran obstáculo es a la hora de explicar la función.
Lo que suele llamarse el barroco latinoamericano, nada más mentiroso, ni más falso que esta expresión; no hay barroco. Hay una manera de entender el mundo por capas, de asociar inmediatamente a nuestras vidas todo lo que proviene de otras culturas, de allí la pérdida de tiempo que tienen algunas personas al decir que Venezuela debe encontrar su identidad cultural, ¿cuál identidad?, ¿dónde está?, ¿cómo puede encontrar identidad cultural un país que a lo largo de su historia no la ha tenido? El Siglo de Oro español formó buena parte de nuestra manera de entendernos culturalmente, es una herencia que mamamos, tal como mamamos la industria petrolera, tal como mamamos los acontecimientos tecnológicos, humanísticos y los asimilamos, los reconvertimos y nos asociamos a ellos aunque no los descifremos.
El teatro del Siglo de Oro español está apoyado en tres personajes y toda obra escrita en España en esa época, llámese Lope, Calderón, Tirso, responde a esos tres personajes que son, la dama, el caballero y el gracioso. Toda obra española consta de una historia de amor en la cual la dama y el caballero, de alcurnia generalmente, representan lo sublime y parodiando a éstos, está el gracioso, casi siempre el criado, el del pueblo. Así, si el caballero recita una bella declaración de amor a su dama, inmediatamente aparece la escena del gracioso que intenta hacer lo mismo con la cocinera y fracasa, porque balbucea, porque no dice las palabras adecuadas, porque el lenguaje del caballero no se corresponde con su lenguaje.
Históricamente, y es perfectamente demostrable que cuando Latinoamérica, desde la Argentina hasta México, quiso verse a sí misma en esas categorías, generó un primitivo teatro que se puede obsevar en la colonia, aburrido, patético, malo, pero real, porque el único venezolano que entró fue el gracioso. A nadie se le ocurrió que el papel del caballero o de la dama fuera de Venezuela, de Perú, o de México. Nuestra manera de identificarnos, de presentarnos frente al mundo y ante nosotros mismos fue siempre esa, y somos los astutos, los graciosos, los que no pudiendo acceder a lo sublime, nos vimos en la necesidad de asumirnos como parodia de lo sublime.
De allí que yo pienso que el trabajo en Venezuela más que apoyarse como presunto defecto, es una función de viveza o de habilidad, se apoya básicamente en una parodia del trabajo. Cuando se trabaja, parodian el trabajo, porque nuestra cultura no tiene expresión del trabajo, ni ha logrado representar el trabajo como parte indispensable de sí misma.
¿Por qué? ¿Qué es este bochornoso, caótico, incoherente pero amado país? Es la consecuencia de tres exilios, de tres personajes provisionales, el habitante autóctono, el indígena, que fue expulsado de su territorio, de sus creencias, de su vida, para quien la noción de trabajo no existía. ¿Para qué?, si la tierra da y yo lo tomo. ¿Por qué sembrar?, ¿ por qué hacer un huerto? Si toda esta tierra era un huerto.
Otro personaje es el negro, arrancado de las Costas de Marfil, de su tierra, de su amor de todo lo que pudiera generarle un sentimiento. Lo metieron en un barco y lo trajeron a esta tierra y le dijeron: trabaja, ¿para qué?, ¿por qué?
El español llegó a un exilio, llegar a América significaba un castigo, una desgracia, un fatalidad, era vivir en un país de segundones. Aquí no se vino el primogénito, se vino el segundón, el que no servía, el aventurero. ¿Venía a trabajar?, no, ¿para qué? Venía a hacerse rico, la vida verdadera estaba en España, este era un país de paso.
¿Qué cultura de trabajo se puede esperar de tres orígenes donde el trabajo no tiene pasión, ni tiene por qué tenerla? Lentamente esta sociedad, al criollizarse, fue haciéndose al trabajo.
Pero esta es nuestra cultura del trabajo, allí subyace, porque al fin de cuentas se trabaja para una recompensa y decir otra cosa es una hipocresía. Indiscutiblemente existe el trabajo espiritual, el del científico, el del poeta, el del escritor donde el trabajo es un placer. Pero para el hombre que martilla todo un día, no existe placer. No puede haber placer por martillar. Constituye una manera de vivir, se expresa en términos de salario, requiere de un pago correspondiente para asumir esa tarea.
En Venezuela, además, se paga mal, la relación entre salario y trabajo es caótica, es artificial, donde las profesiones no se rigen por el grado de esfuerzo que el hombre puede colocar a la hora de prepararse para ellas. Así pues, no hay una imagen del logro del trabajo, porque en Venezuela no hay imagen de riqueza, porque en los ricos, que podrían ser un paradigma de la imagen del trabajo como lo fue Ford para los americanos, no existe. El venezolano no tiene imagen del bienestar.
Hemos creado una imagen donde el rico tiene imagen de pícaro, Miguel Otero Silva decía que el único rico honrado que él conocía era Antonio Armas, porque la historia de su fortuna se veía por televisión. Bateaba y le pagaban por eso. De resto la riqueza no es honrada y el disfrute de ella misma tampoco es honrado.
Deberíamos desterrar de nosotros mismos la idea de que la viveza nos ha acompañado como acto cercano al trabajo. Es falso, no hay viveza criolla, hay viveza alemana, hay viveza japonesa. Aquí lo que hay es un lento, dramático y desesperado esfuerzo de una sociedad por asumirse a sí misma, en un territorio y dentro de unas costumbres y unos códigos que ni le corresponden, ni la expresan y, en ocasiones, ni siquiera la sueñan.