La foto, Luis Britto García


Era color sepia pero la copia actual, ampliada, es gris y hasta cierto punto brumosa. De izquierda a derecha, en primera fila, sentados: joven de mirada profunda y cabellos con gomina, camisa manga corta y pantalones a rayas; a su lado, joven flaco con grandes entradas, las manos sobre las rodillas, el cordel de un zapato desatado; a su lado, joven parecido a Ramón Novarro, mejillas chupadas y un paltó doblado sobre las piernas; a su lado, joven con lentes redondos, montura metálica, peinado con la raya en el medio, un peine en el bolsillo de la camisa; a su lado, joven con mirada de desnutrido que parece estar observando las nubes o deslumbrado por el sol del patio de la prisión, y de él llama la atención ese gesto y no la ropa que tiene o cómo es su cara; a su lado, joven con bigotes y corbata de lacito y camisa a rayas grises; a su lado, una pierna doblada y la otra extendida, joven gordinflón, con el aire de quien acaba de caer sentado. Agachados: joven que sonríe, joven que está serio, joven que mira con intensidad, joven que parece aburrido, joven que mira a la derecha, joven que pone gesto trágico, joven a punto de dejar de ser joven. Parados: joven con las manos cruzadas sobre el pubis, joven con los brazos cruzados sobre el pecho, joven con los brazos a la espalda, joven con los brazos caídos, joven con los brazos en los bolsillos, joven que sostiene un paltó en el brazo, joven con la mano derecha en el hombro izquierdo. La ropa, se ve muy ajada, quizá por lo pasada de moda, quizá porque la foto fue tomada a la semana de estar presos y no dejaban pasar envíos de ropa limpia desde afuera. No se nota ningún detalle del patio del cuartel.
De izquierda a derecha, el tercero, parado, fue el del discurso que después le dirían fogoso, tenía cosas como aquí está la juventud y cumplimos con el llamado, a él lo pusieron preso por decirlo y a los demás porque aplaudieron, tres meses después lo botaron del país pero al fin llegó a Ministro. El primero, sentado, dos años más tarde murió de un tiro de fusil al tratar de cruzar la frontera disfrazado de peón. El tercero, segunda fila, fue el que compartió con el Presidente la comisión de cincuenta millones que los norteamericanos pagaron para tener más concesiones petroleras que los ingleses. El cuarto, primera fila, estuvo preso otra vez durante la dictadura, pasó en eso varios años, después fue Ministro de Relaciones Interiores y participó en la desaparición del estudiante Alberto Méndez, cuyo cuerpo fue horriblemente mutilado, etc. El segundo, primera fila, fundó publicaciones humorísticas y murió de hambre. El quinto, tercera fila, fue el tronco de abogado que le gestionó a los americanos las concesiones del hierro. El cuarto, segunda fila, era marico. El séptimo, primera fila, nadie se acuerda quien era.
En cuanto al tercero, primera fila, participó en la gran venta de inmuebles de propiedad pública y después se descubrió que él actuaba a la vez como abogado de la Nación y de la empresa compradora. El quinto, segunda fila, fue llevado al Consejo de Ministros para que pusiera la fuerza hidroeléctrica de Guayana en manos de la familia Umeres. El sexto, primera fila, montó la empresa constructora que acaparó los contratos de obras públicas mientras era Ministro el séptimo, segunda fila, que era propietario del noventa por ciento de las acciones. El quinto, primera fila, compró en cien mil bolívares su nominación como diputado por el gran partido popular y vendió su voto en tres millones cuando se discutía la reforma tributaria.
El segundo, tercera fila, llegó a Presidente e hizo respectivamente, matar, encarcelar y expulsar del país, al primero, segunda fila, primero, tercera fila, segundo, tercera fila, y sexto, primera fila. El cuarto, tercera fila, se puso de acuerdo con el sexto, misma fila -para entonces Ministro-, se hizo expropiar sus haciendas por el cuádruplo de su valor y ahora es banquero. El sexto, segunda fila, anda con un cáncer en la próstata. A la hija del tercero, primera fila, yo me la cogí.
La foto está cada día peor y la gente se parece menos. La publicaron primero en el Libro Rojo de la Subversión, y después ha ido dando tumbos hasta aparecer en Memorias de una Vida Política, que el cuarto, primera fila, escribiera en Antibes. Por aquí y por allá, sobre una que otra cabeza, hay crucecitas, y a veces hay dos cabezas muy juntas y no se sabe de quién es la crucecita.
El mundo da muchas vueltas.

En Rajatabla, 1970


Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez, (Fragmento)

Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz. Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
Ahí viene -dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en el taburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar. Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó -me dijo Clotilde Armenta-, porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde.» Pero cuando la vio a ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había contado a Plácida Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor. «Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareció un ramo de rosas.» De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por él, Divina Flor la tranquilizó.
-Subió al cuarto hace un minuto -le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la puerta. «Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente ---me dijo Pablo Vicario-, porque me pareció como dos veces más grande de lo que era.» Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con el cuchillo recto.
-¡Hijos de puta! -gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
-¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir limpio -declaró Pedro Vicario al instructor-. Le había dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre.» Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales. «No volvió a gritar --dijo Pedro Vicario al instructor-. Al contrario: me pareció que se estaba riendo.» Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda, primo -me dijo Pablo Vicario-, no te imaginas lo difícil que es matar a un hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta. «Oímos la gritería -me dijo la esposa-, pero pensamos que era la fiesta del obispo.» Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa.
-¡Santiago, hijo --le gritó-, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
-Que me mataron, niña Wene -dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.

De la naturaleza expansiva del aplauso, Sol Linares


COMIENZA DETRÁS DE UNO. A espaldas de uno. Lejos de las coordenadas que certifican tu existencia medio borrosa e inadvertida en el centenar de butacas. Nunca a un lado o delante de ti. Nunca tan próximo de manera que presencies el nacimiento del aplauso. Y nunca, jamás, nacería desde ti aquella onda violenta si ya eres un oyente corrido, ajustado al pavor de un único y ridículo aplauso en la totalidad del silencio. Sobra cobardía para levantarse a palmotear y de pronto ser la idiota que aplaude a deshora. A veces ocurre, las ganas de caerle a mentiras al ser hablante, aplaudir y aplaudir el discurso de ese sujeto desconocido que hoy viene a darnos lecciones sobre filosofía. No sé, hoy tengo ganas de aplaudir autónomamente. Quizá no sea tan disparatado concebir el primer aplauso, la gente siempre perdona los arrebatos delirantes, y debe traer satisfacción ser la matriarca de esa catarata de madera que estremece la bóveda del edificio. Sobre todo si la Fraternidad del Aplauso, amparada bajo máximas hieráticas de solidaridad, protege del ridículo al aplausor. Digo, la cosa nostra de los buenos modales. Claro, esta Fraternidad debe tener una ética del aplauso bien definida. La gente culta, por ejemplo, no aplaude los himnos nacionales, se levanta del asiento solemnemente y regresa a él de la misma forma y reserva  los aplausos para los entreactos del jazz. Podría decirse que es acopiando la práctica de las cosas aplaudidas que con el tiempo nos familiarizamos con estos reglamentos, probamos los efectos  de una extraña y expansiva persuasión de los oradores, de tal manera que Hitler hacía que los alemanes se desfloraran las manos y odiaran a los judíos todo a la par.

Algo ha debido decir el conferencista que la gente ha comenzado a aplaudir. Soy tan lenta, todos aplauden y yo estoy atascada todavía en los alrededores del aplauso. En momentos como estos mi capacidad intelectual se me antoja francamente dudosa, trivalente en el sentido más estricto de la desidia; bruta, apática y dispersa. Mi vecino de butaca me observa de reojo.  Nota que no aplaudo y lo toma como un gesto de irreverencia seguramente avalada por una suerte de superioridad epistémica, ontológica y filológica. ¿Qué es la filosofía?, pregunta el conferencista. Por razones obvias recuerdo las palabras de mi abuelo mecido en la hamaca de nuestra casa. Es litúrgico escuchar  sus reflexiones intermitentes, dice que la filosofía es un eterno nostalgiar. No estoy tan segura de que mi abuelo hubiera entendido lo que hoy explica este señor; yo tampoco soy tan brillante como aparento. Cuántas tentativas sinceras por comprender Crítica de la Razón Pura y cuántas veces he abandonado a Inmanuel Kant, a veces acompañando, la lectura con tragos desesperados de ron, porque, alguien me dirá, quien entiende a Inmanuel Kant bebiendo un saludable vaso de agua. En fin, una y otra vez el libro intacto sobre la mesa, o yo mas intacta que él. Me iba sin arañazo internos dejando aquel coloso intraducible para un mejor ánimo y corría a liquidar mi derrota con una obra menos pedante. Con el tiempo entendí que yo podía vivir sin Kant, que no nos necesitábamos mutuamente. Puede que atribuya mi flojera a la filosofía de chinchorro que practicamos en casa. Allá meditamos mientras las gallinas picotean nuestros dedos, la filosofía es un padecer que se iguala a nosotros y a nuestra vida común, y por lo general, jamás conversamos sobre lo que no sabemos, ni aplaudimos algo en lo que no nos reconozcamos. Este acto sencillo no impide que mi abuelo sea un pensador menos universal, la distancia que hay entre el discurso suyo y el de Aristóteles  es que no sabe lo aristotélico que se pone en las tardecitas  cuando llegan las libélulas a desovar en el estanque. Hoy nos hubiera caído bien, por ejemplo, conversar acerca de la naturaleza  expansiva del aplauso y sobre lo que pasamos a ser en el mismo momento en que ocupamos las butacas. Quién sabe si valga la pena ahuecarse en la silla, escuchar y aplaudir intereses tan impersonales para nosotros como la filosofía occidental. Me pregunto si tendremos un semblante real e histórico para el orador, viéndonos sin mirarnos en esta nube imprecisa que somos. Raúl está cerca de mí, tres butacas más allacito, ahí lo vi sentarse la última vez antes de que apagaran los reflectores, antes de  que la oscuridad nos aniquilara en esta particular omnisciencia. Lástima Raúl tan a tres butacas de mí. Quisiera saber si se pregunta lo mismo, si habrá alguien acá con ganas de aplaudir el disparate  de occidente y su dale que dale a sus hallazgos sobre la naturaleza humana. Dentro de poco me atormentará la sensación de haber perdido el dinero. No mas con ahuecarnos en cualquier reclinatorio ya figuramos como parientes de los que miran el mundo desvaído del proscenio. Vamos acomodándonos a la parentela de una gran familia, una familia escalonada de seres incognitos haciendo pupación  debajo de las claraboyas. Por eso pienso que sería más justo que uno comience el aplauso. Ocurre que no siempre la gente corresponde a lo que quieres aplaudir y entonces terminamos aplaudiendo la breve conmoción del otro. Uno sale del anfiteatro mirando borrosamente a las personas, hambriento, buscando perroscalientes, encandilados por las luces de la calle y adaptándonos medianamente a nuestra propia rutina, buscando a ese ser clandestino que comenzó el aplauso en la multitud, al final sin saber a quién, qué cosa aplaudiste, o qué bobería aprobaste. Soy tan lenta, tan inconforme. Daría cualquier cosa por aplaudir algo real, estar dentro de una corriente auténtica de palmoteos donde yo y los otros vibremos como un intenso cardumen. A veces duran tanto los aplausos… se van contigo a tu casa y parece que la vida es más brillante, más traqueteo, y quién sabe, quién sabe si no es el aplauso sino la cosa aplaudida lo que en realidad te pone bueno el cuerpo.

Por todo esto y por otra saeta de motivos, me levanto. Tontamente confiada en que un primer aplauso desencadenará cientos de aplausos más, un poco librándome del aplauso del otro y del pánico que tengo a representarme. Aplaudo, aplaudo apasionadamente. Es un aplauso mío y nada más mío. Torpe sí, pero mío. Aislado sí, pero mío. Acumulado sí, y qué. Toda yo autopista dominguera sin-avisos-puentes-sorpresas. Más solida que nunca me devuelvo a la butaca. La gente y el conferencista han quedado boquiabiertos mirándome en la oscuridad. La misma oscuridad que me patenta como ser incógnito una vez fuera del edificio, mientras Raúl regresa a mi lado preguntándome en voz alta quién sería el estúpido que aplaudió el carraspeo del conferencista.

Entonces penetro la ciudad, disfrutando como nunca de mi propio, ingenuo y tibiecito anónimo.


En cuentafarsas, FUNDARTE, 2010.