Ocurrió
en los tiempos de la fiebre fotográfica. La Pentax, amiga del alma, me seguía a
todas partes, conocía de memoria todos mis secretos. Difícil explicar la
presencia de la mujer. Más difícil aún reconstruir los caminos que la llevaron
a mi puerta. Prefiero no intentarlo. Por lo demás, ahora, ya no tiene
importancia.
Con marcas de días lluviosos surcándole la
cara, ella, sin atender a mis preguntas, atravesó la sala y se dejó caer en la
silla de lona, junto a la ventana, clic. Después de un breve suspiro se desató
la cabellera, encendió un cigarrillo y empezó a contar, de una manera por demás
desordenada, fragmentos de un extraño viaje a través de una selva poblada de
pájaros, raíces venenosas, chillidos de monos. Hablaba sin parar, y mis gritos
por hacerle entender mis intenciones de fotografiarla rebotaban contra aquel
muro de palabras. Mi petición era una fórmula hueca pues ya había accionado el
disparador una docena de veces. Ella, sin interrumpirse, continuó contando
detalles de su caminata por la orilla de un profundo río, clic, infestado de
caimanes. De un salto se levantó de la silla y, con movimientos lentos,
exquisitos, a menudo urgidos por el aguijón de otro recuerdo, comenzó a
desnudarse, clic, clic, clic. Y yo, como un caballo herido, daba vueltas en la
habitación, agotaba los ángulos, con ojos muy abiertos sobrevolaba aquel campo
de flores de ceniza, colinas amarillas y ensenadas propicias para burlarse de
la muerte. Mientras tanto, en algún lugar de la selva un tigre-relámpago cae
suavemente sobre un colchón de hojas secas.
La mujer se despidió con un hasta luego –sin
entonación- y antes de que sus pasos se confundieran con los ruidos de la calle
ya me había convencido de que no la vería nunca más. Sentí náuseas, y en mi
cuerpo el cansancio de un combate perdido. Permanecí de pie, mirando las
paredes, escuchando música de campanas, grillos, rugidos de fieras. Así, hasta
que una idea, quizá un presentimiento, me impulsó a correr en dirección al
cuarto oscuro.
Entre cortinas negras, ácidos y
aguas de otro naufragio me di a la tarea de revelar las películas. Luego
trabajé sin descanso en la copiadora. Y un rato después, las fotos regadas en
el piso me mostraban pájaros de brillante plumaje, caimanes al atardecer,
huellas recientes de un combate en la arena, un tigre-relámpago saltándome a
los ojos.
En cabeza de cabra y
otros cuentos, 1993